Nadie vive tan solo como una estrella. Cada una de las luces que vemos brillar en el firmamento se encuentra a millones de kilómetros de ... distancia de la compañía más cercana. Yo suelo pasar el día encerrado en casa y para no sentirme tan aislado como una estrella he decidido bautizar con nombres de ciudades y países a cada una de las habitaciones. La imaginación convierte el espacio doméstico en un territorio inmenso con un solo habitante y mucha gente de paso. Al abrir las puertas y traspasar las fronteras vuelvo a visitar lugares del extranjero que se hallan lejanos e incluso han cambiado de identidad. El recibidor y el pasillo se transforman en océanos que separan continentes. A ambos lados se encuentran las dos mitades del planeta. Cuando reflexiono sobre cualquier cosa o necesito resolver dudas, me pongo a dar vueltas alrededor del mundo. Hay veces que estoy tan concentrado en los pensamientos que sin darme cuenta me introduzco en el universo particular. Me quedo ensimismado hasta convertirme en una pequeña isla perdida.
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Hoy me ha dado por imaginar que cada edificio de la ciudad está habitado por una constelación de estrellas. Un conjunto de astros que brillamos con luz propia. Los inquilinos vivimos a pocos metros unos de otros, sin embargo somos unos desconocidos. Nos unen tubos y cañerías por cuyo interior no fluye la sangre ni los sentimientos. En ocasiones se producen situaciones inverosímiles, como las parejas que comparten el mismo cuarto y permanecen mucho más distantes que las estrellas del firmamento. A menudo oigo decir que nacemos solos y morimos solos. Lo sé, nadie lo pone en duda; aunque tenemos que ser conscientes de que entre el origen y el destino existe un tortuoso camino que recorremos juntos. También hay que tener en cuenta que las estrellas poseen un tamaño espectacular y necesitan un espacio exorbitante para no chocar con las demás compañeras, pero aun así se reúnen en galaxias para darse luz y calor; un enorme detalle de humanidad. Por el contrario, los seres humanos andamos todos revueltos sin acabar de encontrar nuestro lugar en el mundo.
Ahora vuelvo a casa. Atravieso el océano Pacífico y me acuesto a dormir en la más diminuta de las Islas Galápagos. Un islote sin nombre, deshabitado, solo como una estrella de mar. Desde la cama, miro el cielo. Me considero un hombre afortunado que ha recorrido un largo trecho y todavía sigue manteniendo la curiosidad. No me siento cansado, sólo en determinadas circunstancias. Me refiero a esos delicados momentos en los que tanto el cuerpo como la mente y el mundo se quedan petrificados, temerosos, en punto ciego, sin saber reaccionar ante las adversidades. Cuando los habitantes de la Tierra perdemos la luz, la vida se enfría y congela. Nos volvemos invisibles como las estrellas cuando mueren.
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