Una voz
Surge la obligación cívica de sumar una voz más a la denuncia colectiva del genocidio
Acaba el verano en el calendario social. Los casos dormidos empiezan a despertar del sopor. De nuevo tendremos a Santos Cerdán, Ábalos y al inefable ... Koldo en los titulares, abriendo telediarios en dura competencia con la Gürtel. De los incendios apenas quedarán las cenizas, si acaso algún rescoldo que sirva como munición en el Congreso. Y allá al fondo seguirá, como un zumbido molesto, Gaza. A lo largo del verano, mientras los aeropuertos se llenaban y las playas se convertían en la celebración del ocio, en el Oriente más cercano seguían muriendo niños, periodistas, población civil. Gente ametrallada mientras recogía alimentos. Asesinatos indiscriminados, siempre con la excusa de los terroristas de Hamás.
Publicidad
Lo que uno pueda añadir sobre lo que cada día presenciamos y leemos es nada. Solo un grano de arena de esas playas inundadas de molicie. Pero ante tanto acto criminal, por encima de la aportación puramente periodística, surge la obligación cívica de sumar una voz más a la denuncia colectiva del genocidio que se está cometiendo ante nuestros ojos. Para no convertirnos en cómplices del silencio. Para que el silencio no sea asentimiento. Como aquellos vecinos de los campos de exterminio nazis que miraban a otro lado y aceptaban la masacre como algo que escapaba por completo no solo a su responsabilidad sino a su juicio.
Hoy, descendientes de aquellos judíos, aplican una filosofía similar a la de sus verdugos, aunque la lleven a cabo con métodos diferentes. Los gerifaltes del partido nacionalsocialista también aseguraban que la población de origen germano estaba siendo amenazada en los Sudetes, en Polonia. Y que su causa no era de agresión, sino de defensa de su pueblo acosado. El inexcusable terrorismo de Hamás -en su día financiado por el gobierno de Netanyahu con fines desestabilizadores de la autoridad palestina- está sirviendo de coartada para cometer a diario actos criminales ante la inoperancia de un mundo que se siente atado de pies y manos por el poder omnímodo de Israel y Estados Unidos. Nada pueden los organismos internacionales, las organizaciones humanitarias ni unos cuantos países díscolos con el gobierno israelita. Pero ello no impide que cada uno, cada grano de arena, haga un gesto. Ocho mil millones de gestos, ocho mil millones de voces diciendo no. Deteniendo un minuto su trabajo, repudiando la hambruna y la barbarie en voz alta. Un gesto que no servirá para detener el crimen cotidiano ni tampoco para lavarnos la conciencia, pero que al menos dejará una muesca en un árbol del Amazonas, una gota de agua en el océano terrestre, desmintiendo nuestra silenciosa complicidad.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión