Cuando volví de la frontera con Ucrania, la gente me preguntaba qué tal estaba yo, si lo había pasado mal yo y cómo me había ... afectado a mí. Me sorprendió esta reacción compasiva indirecta por la cual el sujeto del daño era yo mismo pues había presenciado el daño de los otros, que es el daño primero y primario, pero que quedaba soterrado por la preocupación hacia el mío. El horror que yo podía portar no era otra cosa que el reflejo del horror verdadero, que es el que se inflige sobre los que sufren la guerra y nadie más. «Yo no podría soportarlo», me decían. No hablaban de si podían tolerar las sirenas de los bombardeos y el asesinato de los vecinos y familiares, las fosas comunes, las torturas y las violaciones. Querían decir que no serían capaces de presenciarlo ellos mismos.
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«Lo de Ucrania me tiene fatal», nos dicen -nos decimos-, muy afectados por lo que sucede. A la gente le está importando la guerra por qué efectos tiene sobre su ánimo. Bucha es para una parte de la población una película insoportable. También lo de Zelenski. Se vio esto muy claramente este martes cuando apareció el presidente ucraniano en el Congreso de los Diputados y los comentarios giraron en torno a cuáles eran los argumentos emocionales que utilizaba, si había hecho esta u otra referencia y si les había sobrecogido, si estaba bien en el papel, un poco como el que hace una crítica de una serie. El plano, la tensión, la frase, y tal. La versión del director. Llegué a escuchar que la traducción había arruinado la posibilidad de emocionarse del público, un poco como cuando alguien se queja del doblaje de una película y otro le responde que es mucho mejor en versión original. Hemos convertido la guerra de Ucrania en una propuesta de Netflix a la que uno asiste sobrecogido, como al 'Juego del calamar' o al capítulo de la boda roja de 'Juego de tronos', un poco entre el cuenco de las palomitas y la mano que tapa los ojos. Los niños muertos se aparecen ante las rendijas de los dedos cuando los entreabre el morbo.
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