Puede que hiciera la friolera de 25 años de la última vez que nos vimos. Corrían los años noventa, en un Madrid que para los ... estudiantes de Periodismo que veníamos de provincias era lo mismo que el gran pórtico a un mundo que se ensanchaba por todos sus márgenes. Nos arremolinábamos con nuestros esperanzadores veinte años en El Diario, un garito de Malasaña donde confluíamos un buen número de alumnos de la Facultad de Ciencias de la Información. El circuito por el que explorábamos la noche y sus secretos incluía también el célebre Clamores de la calle Alburquerque y el Populart en Huertas.
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En aquel viaje iniciático de juventud por las venas del indómito Madrid nocturno teníamos un compañero enigmático cuya presencia intermitente siempre nos resultaba fascinante. Se llamaba Silverio, se presentaba como poeta urbano y era capaz de improvisarte un verso a partir de cualquier nimiedad: el color de tu camiseta, el estrambótico personaje que cruzaba en ese momento por la Glorieta de Bilbao o la mochila de alguno de la cuadrilla. El caso es que luego no pedía nada. De natural salía invitarle a una copa y te regalaba el bardo los últimos versos espontáneos y una carcajada contagiosa de voz ajada por el alcohol y el tabaco para, luego, esfumarse en la bruma de la oscuridad madrileña. Y no volvías a saber de su destino, paradero o biografía hasta el viernes o el sábado siguiente.
Viene esto a cuento porque hace dos semanas que volví por Madrid en un viaje relámpago y estoy convencido de que lo vi. Sé que era él, no tengo dudas. Lo malo es que los estragos del tiempo y de su mala vida no me dejaron certificarlo. Caminaba yo en un trasbordo de metro por la estación de Sol para enlazar con Callao y alguien con aspecto de indigente me llamó poderosamente la atención. Profería algo parecido a unos versos, inconexos y surrealistas. Estaba sentado en el suelo, y pese a lo desaliñado de su ropa había algo en él, un porte, que me resultaba tan familiar y alejado de la típica estampa de 'clochard' de suburbano que supe que era Silverio. Tal fue el pálpito que no pude reprimir detenerme, retirarme los auriculares donde iba escuchando música y acercarme.
–¿Silverio, es usted Silverio?, le inquirí. No tuve respuesta. Sólo un brillo en los ojos que mi memoria supo reconocer sin ambages y una sonrisa tan imprecisa como desdentada en un rostro agrietado y macilento.
No insistí más. Di por imposible el reencuentro en sus recuerdos y reanudé mi marcha. Volvió a sonar en mis auriculares 'Pongamos que hablo de Madrid'. Y, sin darme cuenta, me vi sonriendo solo por las entrañas del metro, a bordo de ese viaje inesperado a otro tiempo, feliz, joven y de color donde Silverio puso la lírica y nosotros los sueños.
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