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El 1 de diciembre de 1955 la afroamericana Rosa Parks se negó a ceder su asiento de autobús bajo la nívea luna de Alabama. Rose Parks (de soltera Rosa Louise Maclauly) entonces contaba cuarenta y dos años y regresaba a su casa tras una intensa jornada de trabajo. Rosa no hizo nada, solo desoyó las órdenes de un impertinente hombre blanco para que le cediera su asiento, aunque ella después aclaró que había recibido más presiones del conductor del autobús y de tres negros sin dignidad ni vergüenza. Fue arrestada, la encarcelaron, le pusieron una multa, pero su actitud causó un terremoto en la sociedad norteamericana, reaccionaria, xenófoba y racista e hizo pensar a Eisenhower en cambiar de estrategia respecto a la población de color. Después de aquel incidente se fueron reproduciendo motines en los transportes públicos estadounidenses -uno muy sonado fue, años después, 1967, en la línea 4 del metro de Nueva York, donde los 'Black Panther' ejecutaron a un policía-, pero el principal logro de la negativa de Parks fue que un pastor bautista, un tal Martin Luther King, comenzó su lucha para la abolición de las leyes sobre segregación racial, lo que consiguió tras una sentencia incontestable del Tribunal Supremo que convirtió a la población negra en seres humanos que podían sentarse donde quisieran, no detrás, como aquellos esclavos que el Ku Klux Klan ahorcó y quemó hasta bien entrada la década de los sesenta. Martin Luther King sería asesinado en 1968 por una banda ultra inspirada en uno de los seres más repugnantes del servicio secreto: el director del FBI, Edgard Hoover, incluso peor ciudadano que el famoso senador MacCarthy, el de la caza de brujas, o que el más taimado presidente de la bella historia yanqui, Lyndon B. Johnson, un pajarraco sobre el que se sospecha la iniciativa de matar a Kennedy, y al que Jackie odiaba profundamente, tras el vuelo Dallas-Washington, donde veló el cadáver de su esposo, defensor de los derechos civiles al margen del color de la piel.

Esta introducción me sirve para condenar las imágenes televisivas que me asaltaron ayer mientras almorzaba y en las que un ser de naturaleza abyecta, portando gafas mefistofélicas, anorak y un aspecto general deleznable, se dedicaba a insultar a una mujer latinoamericana en un autobús de Madrid por no levantarse para que él se sentara. Primero empezó a vejarla con la palabra, y luego, cuando esta mujer huyó y descendía del colectivo, la siguió y le propinó un fuerte golpe en la cabeza. Lo peor no es la actitud del animal feroz en su repugnante animalia, lo peor es que ninguna persona que viajaba en dicho faetón hizo nada para evitar una escena que debería enrojecer a la Península Ibérica, incluidas Lisboa y Barcelona. Tampoco el conductor dijo ni pío, saltándose el protocolo que le obliga a detener el vehículo e intervenir en cualquier caso de violencia. La verdad es que no doy crédito a que en un país no especialmente racista tengamos que presenciar estos horrores de la caverna. Parece ser que miramos hacia atrás con ira. Veremos qué ocurre el próximo domingo.

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