Prohibido discrepar, prohibido pensar
Los nuevos derroteros de la vida pública amenazan con someter a la ciudadanía a la tiranía de un pensamiento único, sin matices ni disidencia: manda la muchedumbre de la desinformación
Hoy la mayoría se asoma a cualquier asunto de actualidad y, en una deriva narcisista que parece el signo de estos tiempos, se conforma con ... su propio reflejo. Pocos se aventuran a profundizar para hallar datos y hechos con la que formarse una opinión, a introducir las manos en el agua en busca de contexto. Y esa simplificación, producto de pasar de puntillas por asuntos complejos, allana el camino de la manipulación y la desinformación interesada. Pero es un problema que trasciende las 'fake news' y los bulos; asistimos a una permanente distorsión de la realidad, no por equivocaciones o prisas, ni siquiera por una interpretación libre de los hechos, sino por el objetivo a menudo descarado de sacar beneficio, del tipo que sea. Si recurrimos a un símil periodístico, sólo interesa el titular y pocos se adentran en el cuerpo de la noticia para entender sus matices. Pero resulta imposible entender la realidad a golpe de titulares y de las frases hechas, más o menos ingeniosas, que circulan por las redes sociales.
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Hoy se castigan la disidencia y el saludable ejercicio de plantearse dudas no sólo sobre lo que se lee o escucha, sino sobre las propias convicciones. En cuestión de segundos, jaleados por políticos, medios y opinadores, los amantes de las conclusiones inmediatas, luminosas pero falsas, como un fogonazo que deslumbra pero no ilumina, son capaces de construir una opinión inflexible sobre temas extraordinariamente complejos, y esa opinión dominante actúa como un tsunami imposible de frenar. Olvidamos que la muchedumbre puede llevarse por delante a personas, empresas, entidades y argumentos, hasta arrasar con la verdad. Hoy funcionan la etiquetas, las trincheras y los eslóganes porque, efectivamente, está prohibido discrepar frente a la torrentera de la opinión pública interesada, que lanza una moneda de manera incansable hasta que sale la cara que más le interesa.
Se producen casos de esta manipulación a diario. Y no hay que irse muy lejos. Aquí mismo escribimos de ello a menudo. Se construye el mensaje de que La Casa Invisible es un nido de okupas que dieron una patada en la puerta y entonces nadie se preocupa de plantearse, primero, si es verdad y luego preguntarse qué hay detrás realmente de ese movimiento cultural. Porque la desinformación interesada no sólo se nutre de narcisismo. También hay mucho de desidia intelectual y hasta de pereza ideológica: resulta más sencillo quedarse con la versión que encaja en ideas preconcebidas que enfrentarse a una realidad casi siempre tentacular, a veces capaz de dinamitar nuestros propios prejuicios.
El caso de Esther López, la joven desaparecida en Traspinedo (Valladolid) y encontrada muerta en una cuneta, es otro ejemplo de ese irrefrenable afán de opinar rápido y de forma contundente de todo, sin dejar margen para saber las causas y detalles de su muerte. O cuando saltó el asunto de los inmuebles inmatriculados de la Iglesia, cuando muchos compraron el titular de que el Gobierno obligaba a la Iglesia a devolver lo que no era suyo y la realidad poco tenía que ver con esa idea.
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Esta semana, por ejemplo, hemos asistido a la polémica de la moción de censura que el abogado malagueño José Agustín Gómez-Raggio presentó para ser presidente de la Federación Española de Remo, votación que terminó perdiendo por las presiones del Gobierno. Es evidente que los insultos que profirió en redes contra Pedro Sánchez o Pablo Casado, a quienes llamó hijos de puta, son absolutamente indefendibles, pero casi nadie puso sobre la mesa lo inquietante que resulta que el Gobierno active toda su maquinaria para influir en una votación, por mucho que discrepe de los modos de uno de los candidatos.
Ahora 'The Economist' dice que España pierde calidad democrática y todos ponen el grito en el cielo. El mismo medio que tildaba de «venenosa» a la clase política y decía que España «bailaba con la muerte». El Reino Unido, por cierto, tiene mayor porcentaje de muertos y contagios que España, además de un primer ministro que sí bailaba de juerga en juerga con quien hiciese falta. Que falta rigor en la vida política y mediática es una obviedad. Pero habría que tomarse en serio la falta de pudor de algunos políticos y periodistas a la hora de mentir, una veces por pura ignorancia y otras, las más graves, conscientemente. Al final siempre llegamos al mismo punto y, como decía Kapuscinski, «las malas personas no pueden ser buenos periodistas». Ni buenos políticos.
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