Un tipo saldrá de su casa para desayunar y cruzará los pasos de cebra sin ancianas y los bulevares vacíos. Después, pasará por el parque ... y el estanque donde los niños tiran a los patos pellizcos de pan duro, cruzará puente sobre el río humeante y acortará por el solar donde antes se metían caballo los yonkis y en el que ahora solo hay conejos, escombros y jaramagos. Hará todo ese recorrido con la mascarilla puesta y se la quitará, aliviado al fin, al sentarse en el bar.
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El Gobierno pretende que llevemos la mascarilla cuando no haya nadie y nos la quitemos para tomar algo con los colegas, y he de decir que esto último no me parece mal. En la lejanía, una mascarilla protege lo mismo que untarse el bigote con caca de gato. Si se prohibe, es que deberíamos de entender que no llevar la mascarilla en la cima de un monte contribuye a la expansión del virus. La moralización de la enfermedad consiste en que detrás de cada contagio aparece un ciudadano equivocado, llevado por su mala intención, por falta de solidaridad, por no ser capaz de dejar de lado el vicio del bar o sel viaje a cambio de la salud del grupo. O acaso por un egoísmo que se representó de manera tan eficaz al acusar a los jóvenes de irse de botellón la víspera de comer en casa de su abuelo asmático. Se entiende que el ciudadano es un idiota. El contagiado, y sobre todo el contagiador, deben aparecer aquí como verdaderos tontos del haba y hacedores de un mal por el que reciben el castigo del test positivo, la enfermedad y acaso la muerte justiciera.
La norma de la mascarilla en exteriores será una fabulosa máquina de fabricar chivos expiatorios: lo serán todos los que no la cumplan. La pandemia es poco menos que un castigo bíblico por nuestra mala cabeza. Desde los vítores que se lanzaban desde los balcones cuando los corzos repostaban en las gasolineras hasta la demonización de los jóvenes, de la hostelería y del turismo, el esquema mental del covid supone que esto nos pasa por ser así como somos. Morimos porque nos lo merecemos.
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