El alféizar

Manos, espejo del alma

Hay manos que apuntan apuntes de corrupción, que tocan cuerpos comprados, que cierran pactos; manos que marcan teléfonos, que guardan dinero ajeno, que abrazan para ... apuñalar por la espalda. Hay manos grandes, pequeñas, finas. Cualquier mano sirve para cualquier cosa; depende del alma y sus circunstancias porque las manos expresan lo que somos, sentimos o pretendemos vivir: hay manos que expresan angustia, ayuda, alivio; que golpean, acarician u ofrecen. Hay manos que escriben, cavan u ordenan; que empuñan crucifijos, otras que acaparan tesoros, otras que acarician. Manos que bendicen, otras que maldicen, otras indiferentes. También hay manos sin jornal y sin historia. Otras laten con la fuerza del recién nacido. ¡Ah! Y de muchos colores. Y sabores. Sí, porque las manos tienen color y sabor: el sabor del sudor, el color de la etnia. Pero todas servirían para lo mismo: amasar el pan de cada día. Siempre que se les dé la oportunidad de trabajar. Por eso hay manos diferentes, para conocerse entre sí y crear juntas.

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Me da asco la mano de un pederasta, la de un corrupto y la de un putero. Me provoca ternura la mano de un recién nacido, de un anciano, de un voluntario. Me genera mucha esperanza la mano de un joven, de un trabajador, de una madre.

Escribía Miguel Hernández: «La mano es la herramienta del alma, su mensaje, y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente.» Qué gran verdad la del poeta oriolano. Cuánto bien se puede hacer con las manos o cuánto daño. Por eso lo que hacemos con nuestras manos en el instante exacto, en el momento oportuno, puede ser una denuncia. Silenciosa o estruendosa. Sobre todo, cuando el color se torna a blanco y negro y ofrece manos oscuras o lucientes desnudas de todo artificio.

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