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Ha llegado al fin el Gobierno y, además de las esperadas reacciones corrosivas o de la lluvia de pétalos, nos ha traído la convulsión catalana remasterizada y, como anécdota, un batiburrillo gramatical inicado desde el momento mismo de la toma de posesión. La anécdota es mucho más que una anécdota porque se refiere al lenguaje, es decir, al modo en que cada día los españoles, y otros cientos de millones de personas en el planeta, nos comunicamos. La vicepresidenta Calvo encargó un informe a la RAE para ver si la Constitución es machista o tiene un pasar. En la RAE le han contestado que la cosa funciona, que a pesar de los pesares la Constitución no propicia la discriminación por género ni la bofetada al feminismo.
Por derivación, lo que la RAE y el sentido común nos dicen es que algunas de las coletillas usadas por los nuevos ministros se encuentran fuera de los parámetros de la corrección lingüística por mucho que quieran apelar a la corrección política. De modo que el uso del término «consejo de ministras» solo sería correcto si las integrantes del mismo fuesen todas mujeres. No es una cuestión de machismo. Es el modo en que funciona nuestro idioma. Todos sabemos que ese consejo ministerial está formado por mujeres y hombres, pero de no ser así, de no saberlo previamente, si alguien nos hablase de un consejo de ministras pensaríamos que solo está formado por mujeres, del mismo modo que si alguien nos hablara de una reunión de abogadas concluiríamos que ese grupo está constituido únicamente por personas de género femenino. Es decir, el lenguaje perdería su sentido básico, el de la comunicación, para convertirse en un galimatías que a cada paso necesitaría de acalraciones, paréntesis y notas a pie de página.
Que el lenguaje no es inocente ya lo sabemos. Pero tampoco puede ser un engendro artificial. Como los niños, el lenguaje no tiene dueño. Corre libre por la calle. Dirigirlo políticamente en un sentido o en otro es desposeerlo de su propia naturaleza, dejarlo huérfano de sentido, empobrecerlo y encorsetarlo. El lenguaje inclusivo no puede ser intrusivo, ni abusivo. Aferrarse al diferente significado de 'zorro' y 'zorra' puede ser un ejemplo, sí, de tufo machista. Pero eso no se soluciona metiendo la lengua en una horma y convirtiendo a los hombres que ejercen la información en 'periodistos' ni a los que tratan de curar enfermedades mentales en 'psiquiatros'. Y a quienes nos ilustran diciéndonos que el diccionario está cargado de palabras peyorativas en femenino y que los laureles y la excelencia van en masculino habría que recordarles que vida, libertad, imaginación o verdad, son femeninas. La conquista de la igualdad se juega en otros términos y en otros terrenos. Con María Gámez al frente de la Guardia Civil, por ejemplo. Y con lo que ella dijo al conocer su nombramiento. «Lo importante no es ser la primera mujer, sino no ser la última.» Y mejor aún. Que en un futuro próximo un nombramiento de esa naturaleza no sea noticia.
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