La polémica celebración este verano del 18 cumpleaños del futbolista Lamine Yamal –en la que se habría contratado a personas con acondroplasia (enanismo) para animar ... una fiesta en un contexto privado— encendió un debate incómodo. No por lo anecdótico del hecho, sino por lo que representa en una época donde los focos, los juicios sociales y las exigencias éticas convergen sobre los hombros de ídolos cada vez más jóvenes, cada vez más expuestos y cada vez más evaluados por nuevos criterios que no existían —o no pesaban— hace apenas una década.
Publicidad
Más allá de las declaraciones oficiales del Barcelona, de los asesores de imagen o de la fugaz disculpa —si la hubo—, lo ocurrido encarna un nuevo fenómeno: el choque entre la vieja cultura del 'todo vale' en el espectáculo y la emergencia de una conciencia colectiva que exige dignidad, inclusión y respeto a colectivos históricamente invisibilizados, instrumentalizados o directamente ridiculizados.
La fiesta no era privada
Muchos defensores espontáneos del futbolista han querido rebajar lo sucedido a una mera «celebración privada», como si esa categoría jurídica desactivara automáticamente cualquier consecuencia pública. Craso error. En tiempos del 'social media', lo privado y lo público se entremezclan. La fiesta no era privada: era visible. Y eso, hoy, lo cambia todo.
La visibilidad es poder, pero también responsabilidad. Las figuras públicas —y más aún aquellas con un contrato profesional con instituciones deportivas de alto impacto como el Fútbol Club Barcelona— no viven en una esfera ética paralela. Tampoco pueden escudarse indefinidamente en su juventud o en la espontaneidad del momento. Ser joven no es excusa para la ignorancia, y la fama no es escudo frente a la crítica. Al contrario: cuanto más alto se está, más se espera de uno. Y esa expectativa no es una imposición caprichosa, sino el resultado natural del rol simbólico que las estrellas juegan en nuestras sociedades.
Publicidad
De las redes a las instituciones
Este caso marca un punto de inflexión. Hasta ahora, la llamada cancelación social se movía en los márgenes del debate digital, con consecuencias limitadas, imprevisibles y en ocasiones injustas. Pero hoy vemos cómo esas demandas sociales traspasan la pantalla para convertirse en principio activo dentro de las instituciones, los gabinetes de comunicación, las direcciones de recursos humanos y los despachos jurídicos. Los clubes de fútbol —como las grandes marcas, las empresas cotizadas o las entidades públicas— ya no pueden permitirse mirar hacia otro lado. Cada gesto, cada frase, cada imagen, cuenta. No porque lo diga la prensa, sino porque lo exige una ciudadanía que ya no tolera la banalización del dolor ajeno ni el espectáculo a costa del diferente. La época del chiste fácil y del «no era para tanto» está llegando a su fin. Y con ella, también muere una forma de gestionar las crisis reputacionales: la que prefería el silencio o el desdén como única respuesta.
Hoy, los errores —especialmente si son públicos— requieren no solo rectificación, sino reparación simbólica. Y ese es un terreno donde el derecho, la comunicación y la psicología social empiezan a hablar el mismo idioma. Las empresas y figuras públicas que no lo entiendan, están condenadas al ostracismo o a una exposición destructiva.
Publicidad
Respuesta reveladora
Llama la atención la escueta declaración del jugador: «Trabajo para el Barça y disfruto mi vida fuera del campo». Más allá de la frialdad o la contención del mensaje, lo que revela es una incomodidad creciente: la de quienes no estaban preparados para vivir bajo la lupa del juicio público permanente. Porque eso es, exactamente, lo que supone hoy la fama.
Yamal, como tantas jóvenes promesas, ha sido elevado en pocos años a la categoría de referente social sin el tiempo —ni quizá la estructura personal— para comprender las implicaciones éticas de ese rol. En su respuesta hay algo más que prudencia: hay una cierta rebelión silenciosa frente a un entorno donde todo gesto, por privado que parezca, es politizado, analizado, condenado o canonizado en tiempo real. Sin embargo, esa incomodidad no puede convertirse en negación. Vivimos tiempos donde el acceso a la fama ya no es progresivo, sino inmediato. Y donde la gestión de la imagen personal —en términos legales, morales y estratégicos— se ha vuelto tan importante como el rendimiento profesional. Ignorar esa realidad es como conducir un Ferrari por la autopista sin carné de conducir.
Publicidad
El rol del ídolo contemporáneo
Detrás de todo esto late una cuestión profunda y delicada: ¿Qué esperamos de nuestros ídolos? ¿Qué papel deben jugar las estrellas deportivas, culturales o mediáticas en una sociedad democrática y plural? Los ídolos ya no son solo inspiración deportiva o entretenimiento; son espejo y referente. Son proyectores de valores, modelos simbólicos de éxito, masculinidad, esfuerzo o estilo de vida. Y ese papel, que antes podían ejercer sin mayor reflexión, hoy exige una dimensión de responsabilidad consciente.
No se trata de exigir santidad ni perfección —eso sería hipócrita y cruel—, pero sí de reconocer que el ídolo no es solo individuo: es institución emocional. Y como toda institución, tiene deberes implícitos con el entorno que lo eleva. Esto no significa que Yamal deba cargar con la historia del circo europeo o con los abusos de las culturas del espectáculo. Pero sí que debe entender que cada gesto suyo, cada imagen, cada elección proyecta una narrativa. Y esa narrativa puede alimentar el respeto o el desprecio hacia colectivos que durante siglos han sido objeto de burla o cosificación.
Publicidad
Como jurista, defiendo con convicción el derecho de todo individuo a equivocarse. Lo que distingue a un profesional —o a una figura pública— no es la ausencia de errores, sino la calidad de su reacción ante ellos. Yamal tiene 18 años. Tiene todo el tiempo y los medios para rodearse de personas que le ayuden a entender el mundo más allá del vestuario. Y tiene, también, la oportunidad de convertir este episodio en un punto de inflexión personal: no como víctima de una caza de brujas, sino como protagonista de una madurez pública que muchos, antes que él, no supieron aprovechar. Porque en esta nueva era de escrutinio permanente, los deportistas ya no solo necesitan un entrenador físico: necesitan un equipo multidisciplinar que combine comunicación, ética, derecho y estrategia reputacional. No basta con tener talento. Hay que saber sostenerlo sin caer.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión