Le hice a Mario Vargas Llosa una de las entrevistas más largas de su vida. Comenzó a las nueve de la mañana y acabó ... cerca de las 12 de la noche, aunque, en realidad, duró nueve minutos: un minuto para una pregunta con bloc y bolígrafo al empezar el día y ocho minutos de grabación antes de la medianoche. Fue un acto de paciencia y educación del escritor que siempre agradeceré. Servidor acechó durante 15 horas el momento oportuno para la charla y Mario nunca se escabulló, pero tuvo que atender a tantos compromisos importantes que, al final, la entrevista se desarrolló en un taxi y en dos viajes de cuatro minutos, que lo llevaron del Hostal de los Reyes Católicos a la facultad de Periodismo, donde participó en una mesa redonda, y de allí al Rectorado de la Universidad Compostelana, donde cenó.

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Era marzo de 2000, el escritor había viajado a Galicia para presentar su reciente novela, «La fiesta del chivo», y me encargaron que lo entrevistara. Concerté con su agencia literaria una charla de media hora en exclusiva tras una reunión con los medios, pero la rueda de prensa se alargó y después llegaron los compromisos encadenados: la tele, Manuel Fraga, el descanso, la familia… El encuentro se fue demorando y no quedó otra solución que entrevistarlo en el taxi.

Fue una entrevista acelerada. En el asiento de atrás del Mercedes, Mario en medio, su esposa Patricia a su derecha y un servidor a su izquierda. Patricia empezó a comentar su tarde de compras, pero su marido la cortó tajante. En la grabación, que conservo en un casete, se escuchan el motor del taxi, el claxon, mi voz atropellada y la calma inteligente, paciente y amable de Vargas Llosa. Un gran escritor y un gran tipo.

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