Mayo en primavera alumbró a Pablo Iglesias y mayo en primavera lo vio caer. De aquellos tiempos escribí que había una librería cafetería en Lavapiés ... cerca de la sede de Podemos donde te servían bizcocho de quinoa y en los balcones la gente colgaba los calzoncillos, los monos de trabajo, el triciclo del chaval y la garrafa de cinco litros de aceite.
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Iglesias traía prendidas en los bolsillos de las chaquetas los sueños legítimos de una España ninguneada y entristecida que soñaba con que la clase política no se riera de ella y que por lo menos no les echara en la cara el humo del puro. De las protestas por los privilegios, Iglesias se construyó un coche oficial y un chófer, puso a la escolta a hacer la compra, multiplicó por no sé cuánto su patrimonio y su mujer terminó siendo ministra en el Gobierno que vicepresidía. Tomó un partido de vocación horizontal en el que la gente votaba a mano alzada -se sentaban en el suelo habiendo sillas-, en una estructura de poder vertical donde se ha machacado la disidencia y donde el ascenso o caída en desgracia de las mujeres de la organización se puede seguir en base a las querencias emocionales que mantienen con su líder. Toda su historia personal contradice su discurso de falta de oportunidades, pues si uno se fija en el éxito de los Iglesias-Montero, no es que España vaya bien, es que va mejor que de puta madre. Así, prosperando en la capital del feroz capitalismo castigador, gracias al cochino sistema financiero y al ideario de las series de Hollywood, una pareja joven de izquierdas y con hijos dejaba su pequeña casa de Vallecas y se mudaba a un chalé en el campo alambrado con concertinas de seto de catorce metros de altura, garita de vigilancia con dos maderos y un boxeador del Rayo en la puerta. Hizo suyo el lema 'Liberté, Égalité, Chalé' que bien podría haber firmado yo mismo pero que en él ha significado la mayor traición al pueblo desde Fernando VII. Iglesias lo consiguió todo para la gente, pero la gente era él.
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