Es un domingo cualquiera en Playamar. Un domingo maravilloso. Hay una iglesia llena para la misa de doce, enfrente de una casa de las antiguas ... de la zona, con valla con buganvilla, jazmines y un jardín por el que asoma una plumaria. La nueva heladería estará a punto de abrir, con ese sabor de ricotta y pera, y, no muy lejos, ya olerá a comida en el restaurante vietnamita que cambió de sitio pero que sigue siendo uno de esos negocios que recordamos desde hace décadas los de la zona, como el libanés de un poco más hacia el Bajondillo. La trasera de la iglesia da a la entrada de uno de esos hoteles grandes e impersonales que surgieron allá por los 70. Sentadas en una jardinera, una pareja de británicas apura sus pitillos, las uñas de colores chillones, los escotes de las camisetas de tirantes de un tono rojizo ligeramente salmonete, producto de demasiadas horas bajo un sol que se hace esquivo en su país, a tiro de vuelo low cost. Cerca, está el hospital marítimo, con ese aspecto de edificio de la India colonial, del que saldrán a andar un grupo de enfermos de la unidad de psiquiatría, la mirada un poco perdida en ese paseo marítimo bullcioso, en el se cruzan en minutos con corredores veteranos, niños que estrenan pedaladas, amigos gays de barba similar que no se acostaron muy tarde en La Nogalera, parejas maqueadas para esos chiringuitos tan modernos y otras agotadas de semana de trabajo que querrán tumbarse a la bartola en una cama balinesa, mojito en la mesita, cerca de la novela en la que avanzar a más de dos carillas por noche, ritmo habitual. También por allí hay un cortijo en ruinas con unos caballos a cargo de un señor de patillas, melena larga y pose de postal kitsch de los 70.
Publicidad
Kabul queda tan lejos
O no. Porque en cada factura que se imprime en papel en ese paseo marítimo, en cada sueldo que cobra alguno de los asalariados que se encamina con la sombrilla a la playa, hay dinero que va a un Estado que tiene un Ministerio de Defensa. Un Ministerio que está a cargo de miles de militares, aunque a Yolanda Díaz, ministra de Trabajo, le cueste precisamente trabajo escribir la palabra para agradecer la labor de esos soldados en la evacuación de Kabul. Soldados que han estado protegiendo a mujeres que ahora se esconden bajo los burkas, víctimas de la ideología más machista del planeta pero, uy, cuidado, no vaya a ser que nos tachen de islamofóbos. Está en un Gobierno que preside un señor, Pedro Sánchez, que quiso hacerse el gracioso buen rollete en una entrevista de hace años diciendo que prescindiría del Ministerio de Defensa pero que ahora posa en Torrejón.
Mientras no tengamos claros qué valores hacen de nuestra sociedad un sitio próspero cundirá el pesimismo sobre el futuro de Occidente
En los quioscos de Playamar venden prensa extranjera: la propaganda china y los tabloides británicos. En el 'Mail on Sunday' hay un artículo de Mary Harrington sobre algo que cuesta creer: los talibanes molan en Occidente a chavales blancos que los ven como unos guerrilleros contra la doctrina woke. Para los no iniciados en las guerras culturales, esa doctrina es una especie de campeonato de victimismo y pone unas gafas donde todo son microagresiones u ofensas, transmitiendo la falsa percepción de que habitamos un infierno al que, sin embargo, quieren emigrar los pobres del mundo, dispuestos a jugarse la vida, ellos sí, en una patera y en terribles travesías por desiertos. Algunas llevamos tiempo explicando que existe una reacción adolescente a que se culpe a los niños varones del pecado original de nacer con unos supuestos privilegios que, hoy en día, no perciben en Occidente, pero nunca pensamos que llegara tan lejos como para idolatrar a los talibanes. Y esto nos devuelve a la pregunta de qué queremos defender con un Ministerio de Defensa.
En un reciente artículo, Elvira Roca Barea explicaba que los talibanes tienen claro por qué razones empuñan un AK-47, a diferencia de los occidentales, que no sabrían muy bien qué defender, llegado el caso. ¿Una sociedad patrialcal, opresora, con racismo sistémico, contaminante y egoísta? Un mundo en el que el expresidente Trump, por cierto, está expulsado de Twitter pero no los portavoces de los talibanes, que se permiten el lujo, preguntados sobre las libertades en Afganistán, de contestar que Facebook censura.
Publicidad
Mientras no tengamos claros qué valores hacen de nuestra sociedad un sitio próspero, visible un domingo cualquiera de paseo en Playamar, cundirá el pesimismo sobre el futuro de Occidente que, como bien señalaba Elvira Roca el otro día, puede acabar pareciéndose a Bizancio discutiendo del sexo de los ángeles mientras sus enemigos lo daban por amortizado.
Pese a mis intentos por insuflar cierto optimismo, mi negativa a aceptar que estamos en los estertores de un estilo de vida, un adolescente cercano, lector de Chesterton, me bajaba los humos diciendo que me equivoco, que la prosperidad material nunca ha motivado a nadie a defender con uñas y dientes, con un Ministerio de Defensa, el sistema en el que viven. Saber en qué se cree, sí. Qué se defiende. He ahí la cuestión previa que justifica tener un Ministerio de Defensa. Ahora, con el infierno de Kabul en la prensa, podemos tener más fácil nuestros deberes en el rincón de pensar.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión