La tribuna

Decir Dios

En el agotamiento colectivo, lo espiritual aparece como una forma de descanso

Ernesto Artillo

Artista

Sábado, 15 de noviembre 2025, 01:00

Tras una pandemia que nos recordó la fragilidad de todo, en un mundo que exprime sus recursos y normaliza el genocidio como contenido; colapsados por ... la hiperproductividad y el espejismo aspiracional de las redes; exhaustos de tener que ser alguien todo el tiempo, de opinar, de producir, de mostrarnos y consumirnos... el alma, sencillamente, ha decidido pedirse la baja.

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En ese agotamiento colectivo, lo espiritual aparece como una forma de descanso. Frente al exceso de toma de decisiones, surge el deseo de que alguien se haga cargo y te diga qué hacer para poder, por fin, descansar de uno mismo. San Agustín lo señaló hace siglos: «Obedece y serás libre». Quizá por eso el convento vuelve a parecer apetecible: un espacio donde no decidir constantemente, donde lo próximo es solo lo más cercano y lo cercano, suficiente.

Mojarse para creer

La juventud, que no vislumbra un futuro estable en la tierra, levanta la mirada al cielo. Pero ¿qué encuentra allí? ¿Otra forma de ascenso aspiracional? Hemos imaginado el más allá con las mismas lógicas del más acá: jerarquía, mérito, recompensa. Como si incluso la salvación necesitara currículum.

Tal vez, para reconocer al Dios que viene a consolarnos de nuevo, haya que cambiar de dirección. Mirar al frente, no hacia arriba. No al cielo, sino a la línea del mar. Y entonces, no quedarse mirando, sino aprender a nadar. Dejar de teorizar, para experimentar. Reconocer lo divino en lo cotidiano, en lo que aún no sabemos nombrar. Rezo: «Padre nuestro que estás en el suelo...» en un intento de encontrarlo manchado en la tierra antes que brillando en el trono.

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Falta algo

En nuestro intento de controlarlo todo, incluso la propia fe, hemos olvidado a Dios. Y olvidar a Dios es, además de una torpeza, una falta de humildad. Pensar que todo depende de nosotros —la salud, el éxito, el dinero, el amor— es la forma más silenciosa de idolatría contemporánea. Por eso la política ya no habla de Dios: en ese silencio hay soberbia, pero también miedo.

Porque invocar a Dios hoy no es conservador: es radical. Más aún cuando se le reconoce encarnado en figuras como Jesús, el pobre, el exiliado, el amigo de los marginados. Un símbolo de comunidad, de cuidado y de resistencia frente al poder. Un antisistema al que mataron por una idea del amor tan sencilla como la de otros mesías de la belleza que vendrían después. Llámese Lorca. Lo extraño no es que la derecha se apropiara de la figura de Jesús para acabar obviándola, sino que la izquierda le haya dado totalmente la espalda.

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Look of the pray

Las generaciones digitales, desesperanzadas, se aferran a los restos del símbolo como quien busca señal en medio del ruido. Da igual si el rosario viene del Temu o de un altar. Incluso el styling religioso encubre un deseo honesto de fe, una urgencia de sentido en un mundo que ya no promete nada.

Ahí está la fuerza de la Semana Santa: un ritual donde las imágenes -aunque a veces incluso anteponiéndose a la figura que representan- siguen cumpliendo su función más sagrada: la comunión. Poner a personas de realidades distintas de acuerdo para andar, literalmente, al mismo ritmo por la ciudad. Frente al exceso de visibilidad, el capirote. Frente al scroll infinito, el rezo. Frente al minimalismo emocional, Jesús llorando contigo.

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Lo que somos

Una nueva espiritualidad solo podrá surgir si abandona la obsesión por definir y poseer lo divino. Si entiende que Dios no sirve para decorar, sino para descolocar. Para abrir la grieta por donde entra la pregunta y descubrir que la fe no empieza donde se encuentra una respuesta, sino donde se aprende a convivir con la duda. Lo sagrado no ofrece certezas, sino presencia. Por eso me conmueve aquel pasaje del Éxodo en el que Moisés pregunta a Dios quién es, y Él le responde con la frase más abierta posible: «Yo soy el que soy».

No lo leo como una verdad exclusiva, sino como una indicación de que lo divino no cabe en una forma, ni en un nombre, ni en una sola historia.

Ojalá conocer más religiones, más archivos del misterio, para seguir aprendiendo a no saber. Porque quizá el sentido —si existe— no esté en encontrar lo que somos, sino en seguir siendo, incluso cuando no sabemos nombrarlo.

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