La belleza es la verdad sin espejo. Lo sencillo que no se puede ocultar. El atajo de lo bueno. La sal que da sabor. Una ... luz que se impone a la oscuridad. La buena nueva que no encuentra sitio. Un motivo para la fe. La razón de la esperanza. El amor que no puede esperar. Los contornos del hombre, de todo hombre, de cualquier hombre.
Publicidad
Nuestra vida es la historia de un robo del tiempo al propio tiempo. Una novedad en la Historia. Nacemos dignos y libres. Cuando crecemos, podemos decidir ser justos y buenos. Somos frágiles y a la vez poderosos. Del mismo barro y con la misma realeza.
No hay oportunidad en la prisa. En el olvido o la exclusión. La realidad adulterada nos aleja del relato de nuestra identidad. No hay espacio para la belleza. Por eso necesitamos la Navidad, con sus días y sus horas. Nuestro particular viaje de Nazaret, en Galilea, a nuestro personal Belén de Judea. Nos debemos empadronar cada año. Llamar a la puerta de la posada y saber que no hay sitio. Y finalmente, reconocernos en un pesebre. La eficacia de nuestras vidas sólo puede nacer de lo humilde. La vida sencilla es la ocasión. En el privilegio nunca hay virtud. En el reconocimiento hay una gran oportunidad para la soberbia.
La Navidad es un cuento en el que todos los hombres somos niños y todos los niños se saben hombres. La niñez es patria y madre para cada uno de nosotros. Alma y soledad de pastorcillo. Urgencia de magos de Oriente. Señales en el firmamento. Alegría y villancicos. El triunfo de lo verdadero.
Publicidad
Conviene recordar las palabras sabias de Benedicto XVI: «Jesús llama a la puerta de nuestro corazón, pide que le hagamos espacio en nuestra vida. Dios es así: no se impone, nunca entra por la fuerza, sino que, como un niño, pide que se le acoja».
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión