Me vienen recuerdos de las casas en las que he vivido. Desde la casa donde nací hasta la que estoy ahora. Las enumero como si ... pasara lista. Unas contestan, cuentan historias, anécdotas, me hacen sonreír. Otras guardan silencio, no dicen nada, hasta que de pronto despiertan del sueño y reviven momentos que había olvidado. De pronto, cualquier detalle cobra importancia. Abro la puerta de la imaginación y me cuelo en las habitaciones de la memoria. Hay casas que están abandonadas como si en ellas nunca hubiera vivido nadie después de nosotros. Solo queda la escenografía de una obra teatral que desde hace tiempo no se representa. Sin duda, guardo un recuerdo imborrable de la casa de Barcelona donde nací y en la que pasé la infancia y la adolescencia. Aquellos días largos y aquellos tiempos oscuros. Hasta que mi familia emigró a Málaga, siempre yendo a contracorriente.
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Visito una por una las casas de Granada donde estudié los cinco años de carrera. Después, de vuelta a Málaga, siempre he vivido en la Axarquía, salvo dos excepciones: la casa del Jarazmín y el piso 15 del edificio Luz, el penúltimo destino. La vida que rueda y hace paradas. Nuestra casa. Estar solo con alguien y estar bien los dos, esa peculiar manera de vivir la soledad en compañía. Vuelvo atrás, regreso a finales de los setenta, cuando volví solo a la casa de Barcelona catorce años después de haberla abandonado. Al ocupar de nuevo la antigua vivienda familiar tuve la oportunidad de saldar cuentas pendientes con el pasado. Allí pasé cuatro años disparatados e inolvidables, hasta 1982. Abrí puertas y ventanas y fui feliz.
Vivo en esta casa de la Axarquía desde hace diez años. No sé qué deparará el futuro, nadie lo sabe. Me cuesta pensar en una casa para toda la vida. Pero las mudanzas cansan y ya son demasiadas: ¿veintiuna?, si veintiuna. Me gustaría quedarme aquí, ignoro si estoy en tránsito o esta es la casa definitiva, alguna lo tiene que ser. Mientras escribo miro a través de la ventana y veo los paisajes de las otras casas que me acogieron pasar delante de mí, los paisajes que había al otro lado del cristal y los paisajes interiores que he ido viendo en silencio a lo largo de la vida, los que nadie conoce más que yo. Cuántas casas, cuántas ilusiones, cuánto se queda por el camino, qué rápido pasa el tiempo. Qué curioso este afán por olvidar las tristezas y salvaguardar los mejores momentos. No sé por qué soy así. Hoy visito un edificio que contiene mis diferentes hogares. Las puertas permanecen abiertas. Entro y el pasado recupera vida y color. Como si diera cuerda al juguete de la memoria. Cada casa ocupa un periodo concreto de la vida. Nadie se ha ido, absolutamente nadie, la vida sigue.
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