El sitio de mi recreo

Cristóbal Manostijeras Montoro

Domingo, 20 de julio 2025, 02:00

La política no apaga la codicia. La exhibe. Muestra el atajo. El avaricioso pierde lo poco por quererlo todo. Convierte al amigo en sospechoso, y ... al adversario en enemigo. Bebe del poder y crece infundiendo miedo. Transforma el servicio en botín. Cristóbal Montoro como ministro de Hacienda.

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Esta semana hemos conocido que un juez de Tarragona ha imputado al exministro de Rajoy y de Aznar por favorecer presuntamente, desde el Consejo de Ministros, a determinadas empresas gasísticas. La investigación llevaba siete años bajo secreto. Y como por arte de magia, en uno de los momentos más delicados para el sanchismo, ha salido a la luz con todos los focos encendidos. Veintiocho personas están acusadas de cohecho, prevaricación, fraude, corrupción y falsedad documental. Este auto da oxígeno a la legión de asfixiados de la Moncloa y Ferraz. Minimiza la traición del cupo catalán o la seguridad social vasca, y resucita a una María Jesús Montero que había desaparecido de las televisiones. El equipo de opinión sincronizada estrena coreografía y sube el volumen a su altavoz. Mientras sale un menesteroso Juan Bravo a dar la cara con una voz tan débil como el discurso que le dictaron.

Montoro representó el ala más autoritaria de la tecnocracia pepera. Era la tijera personificada. Le tocó reflotar una economía en ruinas y lo hizo ejecutando lo peor del ajuste: recortes sociales, subidas de impuestos y una amnistía fiscal que blanqueó a los defraudadores. Pero ahora sabemos que, mientras predicaba austeridad, presuntamente diseñaba reformas a medida para quien pasara por caja. Náusea y memoria.

Como ministro, convirtió la Agencia Tributaria no en un servicio público, sino en un arma política. Sus cartas daban miedo. Sus inspecciones se parecían más a escarmientos que a controles. Señalaba a todo el discrepante: periodistas incómodos, adversarios internos, artistas y deportistas que triunfaban. Todo quedaba bajo la lupa de Montoro. Nadie estaba a salvo.

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Feijóo tiene la oportunidad histórica de romper con esa derecha codiciosa. Debe cesar al que lo sentó en su último congreso, condenar su legado y promover una ley de incompatibilidades que arrase con los lobbies de exministros que intoxican la democracia desde dentro. Porque España no necesita más Cristóbales con tijeras ni políticos que venden leyes al por mayor.

Montoro fue eso: el gestor de la desigualdad. Con una mano recortaba las venas del Estado del bienestar y con la otra presuntamente llenaba el cazo. Su vanidad, su resentimiento y su codicia marcaron el perfil de un político tan temido como prescindible. Tan eficaz como peligroso, tan sonriente como dañino. «La gente tiene miedo de lo que es diferente», decía Eduardo Manostijeras. Montoro fue diferente. Pero no por sus manos sino por lo que fue capaz de firmar con ellas.

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