Aunque el título pueda parecer una errata, no lo es. Puede que el palabro vaya ya camino de la real academia al paso que van ... nuestros centros urbanos. La ciudad peatonal fue un despertar a finales de los 70, cuando en las ciudades desarrolladas, el dueño del viario era el asfalto y el señor de la ciudad, el automóvil. Ser madrileño de a pie significaba entonces tener que caminar por rodajas de calle entre edificios de un lado y una línea impenetrable de coches aparcados del otro. Difícil era ver lo que pasaba por el centro de la calle. Lo que ocurría en la otra acera, había que imaginarlo.
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La ciudad peatonal fue un título de una colección de arquitectura y ciudad. Devoré su texto, ávido y sabedor de que en algún lugar existiría otra ciudad posible para los urbanitas de finales de la autarquía. En el libro se recogían lecciones de cómo desviar y arrinconar coches sobre la trama de ciudades de Alemania e Inglaterra, precursoras en la urbanidad del peatón.
Hay contraste entre aquello soñado y nuestra realidad de hoy. Las calles ganadas para el víator, hombre a pie, proveedor de impuestos y pavimentos, se están transformando en trampas para los que caminan si estos no andan ágiles de cintura y finos de oído. Basta que al paseante le falle una de las dos facultades citadas. Fino el oído, para escuchar el tenue sonido que emite la batería de un patinete a nuestra espalda. Ágil la cintura para deshacer un paso iniciado cuando desde un ángulo ciego se nos viene encima un vehículo que ya decidió no interrumpir su marcha ante nosotros. Las calles son para pasearlas, no para que en ellas se practiquen modalidades de turismo en ruta, en variopinto grupo rodado: bici, patín en línea o patín sobre-elevado. No me imagino la plaza de San Marcos, la Signoría o la del Campo de Siena atravesadas por ciclistas en fila, permitidos porque su cabeza de pelotón tiene título de guía. En los espacios peatonales los únicos vehículos con ruedas que caben son coches de bebé o sillas para minusválidos.
En las ciudades que envidiamos, los ciclistas al salir de su carril, echan el pie a tierra y caminan cuando tienen que cruzar una acera. Así debería ser desde Carretería a Molina Lario, desde Álamos a Muelle Heredia. Es preocupante que los malagueños dejen de ir al centro. Las calles donde desaparece el escalón de las aceras empiezan a ser temidas por los que caminan. No hay niños que puedan jugar en una acera donde una raya azul marca un abismo. En el paseo Pablo Ruiz Picasso, aumentan los viandantes por la acera estrecha que no mira al mar. Esto quiere decir que por el paseo marítimo ya no se pasea.
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Empitonar es lo que le hace el toro al torero cuando le engancha con los pitones. Empitonar es lo que puede hacernos el manillar de una patineta a cualquiera que camine por una plaza convertida en coso. En el ruedo de Pamplona, en San Fermines, todos saben que nunca se puede dar la espalda a los que llevan pitones. La vida urbana se sustenta en educación más que en tecnología. La convivencia entre vehículos y personas solo es posible bajo el respeto de unas normas que siempre miran por los más débiles. Si no, poco a poco, sin darnos cuenta, pasaremos de lo peatonal a «lo pitonal» ¡Aunque todavía no haya empezado la feria!
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