Era un verano muy caluroso,el más infernal desde que se tenía memoria. La cigarra decidió dedicar las horas del día a cantar alegremente bajola ... sombra de un árbol. ¿Quién iba a tener ganas de trabajar con aquel calor sofocante? De manera que pasaba los días cantando. Uno de esos días, pasó por delante una hormiga que llevaba a cuestas un grano de trigo tan grande que apenas podía sostenerlo sobre su espalda. Al verla, la cigarra le dijo: «¿Adónde vas con tanto peso?, ¡te va a dar un golpe de calor! Estarás mucho mejor aquí a la sombra, cantando y jugando; ¿acaso no quieres divertirte?». La hormiga se detuvo y miró a la cigarra con cierto desprecio, pero prefirió hacer caso omiso de sus comentarios y proseguir su camino en silencio y fatigada por el esfuerzo. Así pasó la hormiga todo el verano, trabajando y almacenando provisiones para el invierno. Cada vez que veía a la cigarra, esta le cantaba: «¡Qué pena me dan las hormigas cuando van a trabajar!, ¡qué pena me dan las hormigas que no pueden jugar!».
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Las altas temperaturas continuaron manteniéndose en otoño. La hormiga se asaba de calor en su hormiguero y la comida que había almacenado se pudría en el almacén. La cigarra seguía debajo del árbol tan feliz como siempre. Recordaba viejas historias que le habían contado sus tatarabuelos. Cuando los infiernos eran fríos y las cigarras se quedaban heladas. Entonces llamaban a las puertas de las casas de las hormigas para solicitar alimentos que les permitieran sobrevivir. «Amiga hormiga, sé que tienes provisiones de sobra, ¿puedes darme algo de comer y te lo devolveré cuando pueda?», decía apenada la cigarra. La hormiga le respondía con desdén: «¿Crees que voy a darte la comida que tanto me costó reunir? ¿Qué has hecho durante todo el verano aparte de holgazanear?». La cigarra contestaba: «Ya lo sabes, dedicar canciones a todo bicho viviente». La hormiga permanecía inflexible y sentenciaba irónicamente: «Pues ahora yo puedo cantar igual que tú: ¡Qué risa me dan las hormigas cuando van a trabajar!, ¡qué risa me dan las hormigas que no pueden jugar!». La cigarra se quedó perpleja, porque la hormiga había interpretado mal la letra de la canción sustituyendo la pena por la risa. No era risa, sino pena lo que sentía la cigarra por la hormiga, no era desprecio, sino ternura.
A lo largo de aquel otoño, el tremendo calor que se expandía por todo el planeta favoreció el discurso de la cigarra. ¿Quién ha dicho que para disfrutar de la vida hay que trabajar como una hormiga? Las cigarras hacía siglos que llegaron a la conclusión de que la vida pasaba volando y había que aprovechar los buenos momentos porque los malos ya vienen solos. Esta era la moraleja que sus ancestros les enseñaron.
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