Chefs salineros

El rayo verde ·

Viernes, 21 de septiembre 2018, 07:52

Me persigue la foto de los grandes chefs de la cocina española, que es como decir de la cocina mundial, metidos en agua hasta la ... cintura y armados con las redes artesanales que antaño usaban los salineros de la Bahía de Cádiz, con monos de pesca y sombreros, que tal parecían guerrilleros del Vietcong. Los había convocado Ángel León para reclamar la sosteniblidad de los mares, pero también porque supongo que los grandes gurús de la contemporaneidad, que no es otra cosa que en un culto se ha convertido el comer, necesitan correrse una juerga de vez en cuando. Era maravilloso verlos, tan icónicos, tan admirados, travestidos en los humildes trabajadores de las salinas gaditanas, uno de los paisajes más paradisiacos que en el mundo han sido. Admito que hay más, pero ese es el territorio de mi infancia, y ya se sabe que «el lugar donde se descubre el mundo se convierte para siempre en el centro del mundo», como dijo Caballero Bonald, que no quiero que me acusen de plagio.

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Los chefs nos vienen a decir cuánto patrimonio inmaterial hemos perdido y qué bueno es poder recuperarlo. El despesque al que asistieron, y en el que estuvo incluso la presidenta de la Junta, Susana Díaz, con vaqueros y 'bambas', era un ritual anual en las salinas de mi niñez. En noviembre o diciembre, me recuerdo metida en barro hasta las rodillas, camino de la balsa central de la marisma, que se limpiaba entonces para volver a dejar entrar el agua del mar, que se estancaba en otras más pequeñas y que para julio, por la Virgen del Carmen, ya estaban de color rosa brillante, con la sal cristalizada lista para ser recogida en agosto.

Ya casi no quedan, ni salinas ni apenas pescado silvestre de estero, peces que entraban por sus propios medios, no de piscifactorías, porque el progreso las hizo inviables. Fueron los frigoríficos primero, que acabaron con la sal para conservar alimentos, y luego la mecanización los que dieron la puntilla a toda una cultura artesanal. Los verdaderos pescados de estero, desde las modestas lisas hasta los señoriales lenguados, son verdaderas joyas de la naturaleza. Se han de comer sobre una teja, tras ser asados en fogata, y aderezados con sapina, la hierba salada de la marisma, más leñosa que la ahora tan demandada salicornia, que también es una de esas cosas que siempre estuvieron ahí, inadvertidas, si bien consta que los franceses las comían durante el largo sitio de Cádiz, en la Guerra de la Independencia.

Los esteros «rezumando azul del mar» que decía Alberti, merecen más que este minuto de gloria. Pero por algo se empieza. Quizá por que se conozcan en toda Andalucía, donde ya tardamos en saltar las fronteras mentales de las provincias y universalizar, o al menos regionalizar, de verdad nuestro patrimonio común.

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