Hay veces que me canso de la incertidumbre y comprendo que media España se haya lanzado a evadirse amasando pan y a angustiarse sólo si ... no sube lo suficiente la barra del horno. Hay veces que quiero dejar de leer. Otras, que me empeño en que sólo hay un hoy y un ahora. Pero siempre acechan mil preguntas, síntoma de la incertidumbre imposible de suprimir y una lleva a otra y a otra más. Agota constatar que no hay respuestas definitivas, que las pudo haber más contundentes y que en las librerías de casa hay títulos de gurús de profecías fallidas. Y el libro de Bill Gates, sin embargo, está ahí sin leer. El único que acertó en aquella charla de 2015. Ahí van unas cuantas de las que me rondan, por si les ocurre igual y encuentran algún consuelo en el desconcierto compartido.
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Los termómetros que ya usan los asiáticos me intrigan. Leo que Disney está comprando para tenerlos en las entradas de sus parques y tomarles a todos los visitantes la temperatura. Nunca me ha dado por salir por ahí con fiebre pero ¿puede ser que haya gente que lleve las décimas muy bien, que no les produzca malestar general? También hemos leído que puedes tener el coronavirus y ser asintomático, ¿De qué sirve entonces detectar a los febriles solo? ¿Debemos los occidentales comprarlos ya pensando en la entrada de los edificios públicos, las oficinas, los museos y monumentos? ¿Hay ya alguien con cooperativa cercana que los pueda fabricar o llegaremos los españoles últimos al mercado feroz, nos timarán y nos cobrarán el doble?
Parece ser que será muy importante saber si se ha combatido el virus y se ha vencido, o sea, si se está inmunizado frente a él. En ese caso, ¿llevaremos ese certificado en la cartera a modo de pase VIP para determinados espectáculos? ¿Conciertos y partidos solo para inmunizados? ¿Viajes en avión? ¿Trabajos en contacto con el público? Los inmunizados, ¿podrán incorporarse al trabajo y el resto seguirá en casa? ¿Habrá gente entonces que no quiera volver a la oficina, después de haberle cogido el truco al teletrabajo? y eso me lleva a la siguiente pregunta. ¿Se habrán dado cuenta las empresas de que hay trabajadores que rinden igual o mejor teletrabajando? ¿Les dejarán seguir haciéndolo para conciliar mejor la vida familiar y laboral por el mismo dinero? ¿O serán los trabajadores los que prefieran ir físicamente a su puesto de trabajo porque consideren que tanto correo electrónico, videollamada y whatsapp es una esclavitud sin horario? Y eso, claro, me lleva a otra. ¿Cómo habremos cambiado? Hemos leído más en el confinamiento, según datos de consumo de Fintonic y, miro en Agapea, el libro de Victor Frankl de 'El hombre en busca de sentido' es uno de los más vendidos. Tengo amigos optimistas, que nos ven salir de esta más solidarios, con mejor conocimiento de nosotros mismos, menos quejicas, más trascendentes. Citan a San Juan de la Cruz «En el atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor» . Sin embargo, leo que John M. Barry, autor del libro en inglés 'La Gran Gripe', explica que, tras la mal llamada gripe española, en EEUU había mucha desconfianza, sobre todo en sitios en los que las autoridades dieron bandazos y ocultaron la gravedad de la situación. Y eso me lleva a otra de las preguntas que más me molesta hacerme.
Me empieza a resultar obsceno ignorar a los muertos hablando solo de «la curva»
Las mascarillas. Vamos a ver, si en los países asiáticos que mejor han combatido la pandemia, la población lleva mascarilla para prevenir contagiar a otros, ¿por qué en Occidente no se aconsejó desde el principio? Te dicen que porque no había mascarillas para todos y había que darle prioridad al personal sanitario. Pero, ¿y las caseras, como han hecho en Veneto y en la república Checa? Ah, te dicen los políticos, no vamos a recomendar nada que no diga la OMS. O Europa. Y, mientras, eso sí, borrando tuits en los que dicen que las mascarillas no sirven, vaya a ser que digan ahora, como ha pasado, que sí son útiles. ¿Cuánta gente se ha contagiado por un asintomático sin mascarilla en los pasillos de los supermercados? Esos datos no los sabremos nunca. Los muertos, sí, claro, aunque con tiempo, porque las cifras oficiales, como contaba en este periódico Pilar R. Quirós, son dudosas por el momento. El aumento de fallecimientos tiene que ser brutal para que Parcemasa te envíe las cenizas de tus allegados a domicilio. Y eso me lleva a otra más.
¿Se le meterá mano alguna vez al sector de las funerarias? ¿Cómo es posible que el emprendedor del ataúd de cartón a 120 euros tuviera que dejar de intentarlo, amenazado y boicoteado? ¿Habrá un partido político que vea que, al dolor de la muerte, no se le debe añadir abusos económicos? Si nacer es gratis, no veo por qué morir cuesta tanto.
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¿Podemos estar disfrutando del confinamiento, de las manualidades con los niños, de las acuarelas, en un mundo paralelo al de ese señor que me cuentan solo en su casa, con las cenizas de su hermano y de su padre? Entiendo que sí, pero me empieza a parecer obsceno ignorar a los muertos hablando solo de «la curva». Creo que es conveniente tener presente que tienen nombres y apellidos, como otras víctimas. Porque han sido, algunas al menos, víctimas de improvisaciones. Ese personal sanitario en primera línea con bolsas de basura, por ejemplo.
Leo en el ordenador, en papel. Otra pregunta. En Ifema, unos voluntarios han montado una biblioteca porque leer distrae. Pregunto aquí si la gente tendría miedo a esos libros hospitalarios. ¿Cuánto tiempo vive el maldito virus en el papel? ¿Habría que desinfectar esos libros? Me lo desaconsejan. La gente está muy asustada.
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Pregunto a mis amigos si, cuando esto pase, se echarán a las calles y a los bares y la mayoría contesta que serán muy cautelosos. En Singapur ponen multas a los que no respetan un metro de distancia cuando se anda por la calle. Me imagino una de esas sobremesas familiares con muchos, en el jardín, rango de edad de bebés a septuagenarios. ¿Volverán? Si todos llevamos mascarilla, ¿tiene sentido quedar a comer una paella y reirnos sin que se vea?
La última. ¿Habremos aprendido algo de todo esto? ¿Incluso haciendo pan? Me voy a la levadura. A la penicilina. Y leo que, hace un par de años, en el Imperial College de Londres vieron la posibilidad de usar células de levadura modificadas para desarrollar nuevos antibióticos, por ejemplo. La respuesta estará siempre en la ciencia, pero no en la que con tono pretencioso está ahora en boca de algunos políticos para respaldar sus decisiones. Está en la que han machacado ellos mismos, dejando sin muchos medios, por ejemplo, a Ana Grande, en Málaga, que estudia virus emergentes. La política da para más preguntas. Y otra tribuna.
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