Si ayer se casaron Jeff Bezos y Lauren Sánchez, anteayer diferenciaba Alonso de la Torre en esta misma página entre bodas de pueblo y bodas ... de ciudad. Visto lo visto, me permito añadir otra clasificación: bodas de pobres y de ricos. Y una subclasificación: bodas de ricos discretos y de ricos ostentóreos, ese hallazgo autodescriptivo de Jesús Gil mezcla de ostentoso y estentóreo. La de Bezos y Sánchez pertenece a esta última categoría, la de horteras maximalistas que tienen que demostrar que pueden comprar el mundo. O, al menos, una parte, la más bella: Venecia. No se van a casar en Orejilla del Sordete.
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30 millones de euros de presupuesto, tres días de fastos y 250 invitados. Pocos me parecen, que a las primeras nupcias de Rocío Carrasco acudieron 800. Aquello sí que fue un desparrame: a las lentillas de colores de la novia y a los dos kilos de pelo de india peruana que Ruperth le colocó como homenaje capilar al churrigueresco, hay que añadir a Ortega Cano perpetrando «Estamos tan a gustitooo». No creo que Lady Gaga y Elton John, que actúan en la de Bezos y Sánchez, superen aquello.
Hubiera asistido con gusto a la boda rociera, pero no a la americana. Total, tampoco me hubieran dejado entrar. Lo sé porque hace años, y emperejilada viva con lo mejor de mi armario, fui a casa de un compañero de facultad perteneciente a una familia murciana de glamur huertano y dinero por condena. Me abrió una criada, después apareció la madre del individuo y, tras hacerme un escáner que ni el de los aeropuertos, no me dejó pasar de la puerta. Es lo que tienen los ricos, que protegen su territorio de cualquier intruso. Lo que no sé es cómo los venecianos no han protegido su ciudad de los ostentóreos. Qué plaga.
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