Autorregulación ¿tutelada?
El Gobierno ha tenido una, llamémosla, ocurrencia, que se traduce en una censura previa para aprobar códigos deontológicos de los colegios profesionales
Los profesionales liberales, el conjunto numerosísimo de individuos que, después de una rigurosa preparación, nos enfrentamos a las realidades de la vida, asumimos, a veces, ... enormes riesgos de responsabilidad por nuestro quehacer, invertimos sumas importantes para instalar nuestra puesta en marcha, damos empleo a un buen número de trabajadores y somos uno de los pilares fundamentales de la sociedad, los profesionales, digo, tenemos bien pocos privilegios. Debemos costearnos nuestra jubilación, no estamos todos cubiertos por la maravillosa sanidad de la que disfrutan los asalariados y, si lo estamos, es por aportación propia. Si nos enfermamos, tenemos un accidente, se nos ocurre reproducirnos, el problema es nuestro y la solución también. No podemos darnos de baja, ni siquiera irnos de vacaciones con la seguridad de que otro está ejecutando lo que dejamos pendiente. Pocas compensaciones, pero, entre todas, una: autorregularnos. Desde hace siglos, se ha respetado un derecho que es consustancial con la esencia de la profesión. Las normas por las cuales nos regimos en el ejercicio nos las imponemos nosotros mismos. Y lo hacemos no para obtener algún beneficio sino para proteger a nuestros clientes y a las personas que tratan con nosotros. Así, hemos creado desde tiempo inmemorial un conjunto de normas de obligado cumplimiento que han alcanzado la etapa de la codificación. Son normas consuetudinarias, consagradas por la costumbre, que se transmitían de generación en generación y que, alcanzado un grado de desarrollo en su formulación se han compilado en textos al alcance de cualquiera. Son públicos, aunque no estén publicados en boletines oficiales. No es lo mismo la publicidad que la «publicalidad». Esto que estoy afirmando no es una creación mía, sino que está declarado nada menos que por el Tribunal Constitucional en una de sus primeras sentencias, allá por 1985. La organización de las profesiones es materia de ley tanto estatal, en lo básico, como autonómica, en cuanto a su desarrollo. La Constitución reserva al Estado la competencia de regular las profesiones y la propia ley que rige con numerosísimas modificaciones desde hace casi 50 años encomienda a las organizaciones que agrupan a los profesionales, los Colegios Profesionales, la tarea de imponer a sus miembros la normativa por la que deben regirse para desempeñar la importante tarea que la sociedad les encomienda.
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La Unión Europea que ordena nuestras vidas se ha mostrado favorable a la formulación de normas que las propias profesiones aprueben códigos de conducta. Ya la Directiva de Servicios del Mercado Interior 2006/123/CE auspiciaba los códigos de conducta a escala comunitaria disponiendo que los Estados miembros, en colaboración con la Comisión Europea, tomarán medidas complementarias para fomentar la elaboración a escala comunitaria, en particular por colegios, organizaciones y asociaciones profesionales, de códigos de conducta destinados a facilitar la prestación de servicios.
Ahora, el Gobierno ha tenido una, llamémosla, ocurrencia y se ha propuesto modificar un Real Decreto, el 472/2021, de 29 de junio que traspuso a la legislación nacional otra Directiva, la Directiva (UE) 2018/958 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 28 de junio de 2018, relativa al test de proporcionalidad antes de adoptar nuevas regulaciones de profesiones. La excusa para introducir esta modificación es que «se ha detectado (sic) que los códigos deontológicos de los Colegios Profesionales de ámbito nacional y de los Consejos Generales pueden aprobarse por parte de estas corporaciones sin ningún visado ajeno, a pesar de su potencialidad para imponer regulaciones sobre el ejercicio profesional». Esto viene siendo así desde la más remota antigüedad lo que demuestra a las claras la percepción que la autoridad tiene de la realidad que nos rodea.
Esta situación que provoca según el proyecto, una necesidad imprescindible de mejora se traduce en establecer una especie de censura previa para aprobar códigos deontológicos. Esa censura quedaría a cargo, de aprobarse el proyecto de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia un órgano que, desde su creación como Tribunal de Defensa de la Competencia ha mantenido una actitud vigilante que bien podría calificarse de hostil hacia las organizaciones profesionales. No es ajeno a esta apreciación la cantidad de procedimientos judiciales que ha sido necesario entablar para defenderse de las cuantiosas multas que la Comisión impone por variadas razones. Todas o casi todas esas sanciones han sido dejadas sin efecto por los tribunales.
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Los autores del proyecto no se han percatado, parece, que la Comisión Nacional carece de la necesaria competencia para evaluar las disposiciones deontológicas que aprueban los profesionales. Tiene ya encomendadas muchas funciones, pero esa, no.
El Consejo General de la Abogacía Española dentro del escueto plazo para efectuar observaciones ha elaborado un completo y contundente informe poniendo de relieve todas las cuestiones que sugiere el proyecto que no da lugar a ninguna duda sobre su inoportunidad.
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Las corporaciones profesionales son y han sido siempre miradas con antipatía por los gobiernos, ansiosos de acumular todos los poderes. Los millones de profesionales que ejercemos en España no debemos permitir esa supervisión, otra más de las que están coartando poco a poco la tan cacareada libertad de la que disfrutamos.
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