De niños, mi padre solía distraernos en los viajes largos en coche retándonos a reconocer los cultivos que orillaban las carreteras. «¿Qué es esto? ¿Y ... aquello?». Cada pregunta desencadenaba un coro de apuestas. «¡Alcachofas! ¡Garbanzos! ¡Melones! ¡Batata! ¡Cebada!». Nos enseñaba a distinguir la forma de la planta, el color, los bordes de las hojas. Él, criado en el campo, podía identificar hasta el más incipiente de los brotes. Nosotros, netamente urbanos, podemos presumir de una cierta cultura campesina. Una cultura que cada vez sirve para menos, porque basta un vistazo para darse cuenta de que la antigua diversidad de plantaciones y la alternancia con los barbechos que mi padre también nos explicaba es cosa del pasado. Cada vez más, donde hubo campos roturados y sembrados con diversas variedades, hoy se ven grandes extensiones de árboles; aguacates y mangos donde el clima es más benigno, y olivos, almendros y pistachos en otras zonas más frías. En mi niñez se veían si acaso olivos y almendros, estos últimos casi siempre ocupando las peores tierras. Pedían poco y aportaban su parte de alimento. Hoy la almendra es un producto mucho más valorado. Se usa para fabricar leches vegetales y harinas sin gluten. No causa tanto furor como el aguacate, pero quienes saben de rentabilidad son conscientes de que si en vez de en una ladera empinada se plantan en terreno llano con agua, el almendral se vuelve mucho más productivo. Quienes más saben de beneficios son los especuladores. Cuenta la prensa económica que varios grandes fondos inmobiliarios se han pasado al campo y compran a los agricultores sin relevo generacional terrenos buenos y con agua de más de 200 hectáreas para plantar cultivos arbóreos. Dicen que modernizando los cultivos el rendimiento mejorará. Al campo le hace falta modernizarse, pero que me perdonen, los tiburones se comportarán como tales, en la obra o en el campo.
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