Tartera o barbarie

GASTRO REFLEXIONES ·

Uno de los encantos del Cabo de Gata es la sensación de viaje en el tiempo que proporcionan las playas más concurridas. Puede que un ... muestrario de juguetes hinchables haya sustituido las cámaras de ruedas de camión por las que suspirábamos en mi infancia, pero la virginidad de la línea costera, las aguas vivas y transparentes, nos devuelven el recuerdo de días lejanos, felices, infinitos desde la percepción infantil del tiempo. Ya no se ven palos señalizando cabezas de melones o sandías puestos a refrescar en el rebalaje. Y cuando llegue la hora de comer, muchos bañistas abrirán bolsas de snacks, gazpachos, tortillas, bocadillos y platos de la sección de comida preparada del supermercado.

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La mayor de las pérdidas culturales en nuestro hábito de ir a la playa está encerrada en la nevera, dentro de la tartera, y es el abandono del hábito de cocinar. En mi infancia, en los años 70, pasar el día en la playa comportaba un madrugón para empanar filetes, pelar y freír patatas, cuajar tortillas, triturar y pasar por el chino el gazpacho. Parecía fastidioso, pero formaba parte del rito como ahora forma parte de la nostalgia. Hoy, en las reuniones familiares siempre hay alguien que aparece con la tortilla de calabacines del Mercadona. «No merece la pena hacerla, ¡está tan buena!», se pavonea la persona que la porta, con el tono de voz de estar confiando un valioso secreto. El mismo que antaño se utilizaba para compartir el truco que hacía que nuestro plato casero se convirtiera en el rey de la fiesta.

Es triste, no solo por el tiempo (¿adónde va a parar la supuesta media hora que ahorramos no haciendo la tortilla, si el tiempo sigue siendo nuestro bien más escaso?) sino, sobre todo, por el poco prestigio que concedemos a una capacidad hasta hoy exclusiva y distintiva del ser humano. Puede que el supermercado o el chef estrella de turno la hagan mejor, pero cuando hacemos la comida nosotros tiene un valor incalculable.

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