A juzgar por la alegría con la que en numerosos restaurantes se derrama caviar, ralladura de trufa fresca, huevas de erizo de mar o velos ... de tocino de bellota sobre cualquier plato, se diría que estos productos estuvieran experimentando el proceso inverso al de la energía o los aceites vegetales, y que su precio, en vez de estar sometido a una inflación imparable, se hubiera desplomado.
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Pura ilusión. Llega la cuenta, la carroza se torna calabaza y demasiadas veces pagamos sin tener claro que el baño de oro haya valido la pena. Porque añadir uno o varios toppings exclusivos a ensaladillas, brioches, gildas y molletes no basta para convertir clásicos de barra de bar en alta cocina.
Asistimos a una entronización del producto de doble filo. Por una parte, en un entorno donde reina la producción en masa, la deslocalización y el oscurantismo acerca del origen de lo que comemos, empezamos a apreciar (más nos vale) el privilegio que supone comer un tomate que sepa a tomate, cuyo recorrido de la mata a la mesa sea breve y trazable, y detrás del cual haya una cara, unas manos y una historia de dignidad. Esa es una tendencia que tiene todo el sentido en el escenario en que nos movemos; un mundo agotado, recalentado y envenenado, donde cada vez habremos de conceder más valor al milagro cotidiano de disfrutar de buenos alimentos. De lo otro, qué decir. Para empezar, el abuso desmedido de estos productos de lujo no hace sino restarles categoría, aparte de ser antiecológico y antieconómico en un contexto de crisis. Como no hay en esta columna intención de herir sensibilidades sino de compartir reflexiones, termino con un comentario constructivo oído al gastrónomo Fernando Rueda en conversación con un cocinero joven. Era más o menos así: «Cuando vayas a poner algo en un plato, es bueno que te preguntes qué aporta, qué pasa si no lo pones, y por qué otra cosa lo podrías sustituir». Y como corolario otra frase suya, escuchada en un contexto parecido. «La dignidad no está en el producto; está en cómo tratas el producto».
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