Camareros
Este verano que está a punto de terminar he podido experimentar en primera persona la importancia que tienen los camareros en los bares y restaurantes. ... Para bien. Y para mal. Me sorprendió Enrico, un camarero que trabaja en un pequeño bar frente a la estación de ferrocarriles de Bolonia. Este trabajador, que más bien responde al perfil de un mesonero orondo, me dejó estupefacto cuando el segundo día que me pasé por la barra a las siete de la mañana (soy madrugador y no me gustan los cafés de los hoteles) me dijo en voz alta: «Spagnolo, ¿un doble espresso descafeinado?». El tipo, que trabajaba toda la noche (el bar está abierto las 24 horas para atender a los viajeros del tren), ya sabía lo que quería, supo que era español y se mostró simpático conmigo preguntándome de qué zona era. Salió el tema del gran equipo de fútbol que tuvimos en la Champions y de que le encantaría venir a la Costa del Sol. Este simple gesto me ganó para que todas las mañanas me pasara por el bar porque me sentí bien atendido por un hombre que posiblemente jamás volveré a ver en mi vida. Me ganó como cliente, pese a que había más bares junto al suyo.
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En Málaga también hay buenos ejemplos de grandes profesionales que hacen muy bien su trabajo, que están motivados y cuyos problemas personales o profesionales, que seguramente los tendrán, no les afectan en su relación con el público. Por eso quiero destacar y rendir un homenaje a camareros que merecen un reconocimiento.
Me acuerdo, por ejemplo de Pepe, un camarero que trabaja en el Mesón Ibérico, que lo primero que hace cuando te ve por primera vez es decirte su nombre: «Soy Pepe y estoy para atenderle en lo que quiera». Bravo. Un gesto de amabilidad, lo que provoca que cada vez que vamos allí a comer unas tapas lo busquemos a él para que nos atienda (con ello no quiero decir que el resto no lo hagan bien).
Un buen camarero ayuda a levantar un negocio y uno malo es capaz de hundirlo. Su trabajo es fundamental y decisivo
También me acuerdo de Quique, que trabaja en el chiringuito Los Manueles, donde jamás se ha presentado en la mesa para pedir la comanda con una mala cara. Siempre está sonriendo, aunque tiene la sensibilidad de no gastar bromas que pueden ser pesadas. Nos aconseja lo mejor del día y nos dice si hemos pedido poco o demasiado. Y eso es muy difícil, porque hay algunos camareros que se pasan de la raya y se toman demasiadas confianzas, cuando no hacen comentarios groseros. Quique guarda ese equilibrio y por eso, cuando vamos a este restaurante, queremos comer en la zona de arriba que es donde atiende. Gracias por tu amabilidad, Quique.
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El último caso al que quiero referirme es el de Encarni, aunque todo el mundo la conoce como Cuqui. Esta mujer trabaja en el hotel Anantara Villa Padierna y fue nuestra guía durante los desayunos. Nos recomendó qué teníamos que comer allí, qué destaca por encima de todas las cosas. Gracias por descubrirnos los huevos benedictine del hotel y por la buena conversación que nos dio, por recomendarnos sitios de los alrededores para comer y por hacernos sentir como en casa. Esta gaditana, que atendía en un buen inglés a varios clientes, se gana a la gente, tiene un don especial, se nota que tiene mundo (ha trabajado en varios países diferentes de la cadena) y además mantiene el respeto a los clientes, a los que se dirige de manera amable sin caer en los tuteos, una mala costumbre que tienen muchos camareros. Cuqui es de esas personas que te hace sentir a gusto y con las que te gusta mantener una conversación. Una magnífica camarera. Gracias por todo.
También he de apuntar que he tenido un par de experiencias desagradables con camareros este verano. En la Feria, quizá el más sangrante, nos topamos unos amigos que estábamos en la barra con una camarera joven, seguramente estuvo contratada solo para las fiestas, que nos pidió que le acercaremos unos vasos que estaba en la barra y a los que no llegaba porque estaba en medio el grifo para tirar cervezas para recogerlos, a lo que accedimos sin mayor problema. «Ahora querréis que os invite...», nos dijo. «Pues haz lo que quieras, nos hemos limitado a echarte una mano», le contestamos mientras esperábamos para pedir comida. «¡Anda ya y daos una vueltecita por ahí!», nos espetó. Le faltó mandarnos a tomar por culo, vamos. Nos quedamos estupefactos y, efectivamente, fuimos a darnos una vuelta por ahí para no verle la cara a la niñata, que, sin duda, le hizo un flaco favor al restaurante que estaba situado en la caseta. No doy el nombre para no hacerle daño ni a la camarera ni al restaurante, porque no es plan, pero lo cuento como ejemplo del daño que puede hacer un mal camarero a un bar.
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Por último, hace una semana también tuvimos un rifirrafe con otro camarero que porfiaba por una botella de vino que decía que había servido y no lo había hecho. La discusión, ridícula porque el vino cuesta 3 euros (nos amoldamos a todo, no somos muy delicados), derivó en una falta de respeto al querer dejarnos por mentirosos. Y hasta ahí podíamos llegar. La consecuencia está clara: jamás volveremos allí el grupo de seis personas que solemos comer los viernes por el centro de Málaga. Tampoco diré el sitio porque el dueño no tiene la culpa de la conducta de este trabajador, aunque a lo mejor es uno de los socios. No lo sé, ni me interesa...
Perdón si les he dado la tabarra contando mi vida, aunque sólo he querido poner de manifiesto la importancia que tienen los camareros, que pueden atraer y mantener clientela o hundir negocios. Me quedo con lo bueno, porque sé que hay cientos de Enricos, Quiques, Pepes y Cuquis por los bares y restaurantes. Gracias una vez más a todos ellos.
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