Dos vidas unidas por una catástrofe
Una víctima del terremoto de Haití reside en Málaga con un cooperante al que conoció en su país
Juan Cano
Lunes, 18 de enero 2016, 00:37
La cama en la que dormía la siesta se deslizó por el cuarto. Marie Vania Jerome se levantó de un salto y corrió hasta la ... puerta. Al llegar a la calle, la casa de su abuela, una pequeña vivienda de dos habitaciones del tamaño de su actual salón, hecha de bloques de hormigón de color gris, se derrumbó por completo. «Si no llego a despertarme, estaría muerta», afirma, seis años y un mundo después del terremoto que arrasó Haití y que tuvo su epicentro en Leogane, su ciudad, a unos 15 kilómetros de Puerto Príncipe, la capital del país.
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Marie, huérfana desde pequeña por la repentina muerte de sus padres tras enfermar de tuberculosis, se quedó en la calle con 19 años y una barriga de siete meses. Su abuela también se había salvado del seísmo, que la sorprendió en la casa de una prima. La mayoría de los vecinos de Leogane perdieron sus viviendas cuando la tierra echó a temblar, y los pocos que las conservaron no se atrevían a volver por miedo a las sucesivas réplicas.
Aquella noche, la del 12 de enero de 2010, la pasó Marie al raso, junto a su abuela, en un descampado en el extrarradio de Leogane. Fuera, todo era tragedia y destrucción. Dentro, algo no iba bien. «Empecé a encontrarme mal. Una mujer que era enfermera fue a buscar suero y material». Tres días después, Emmanuella nació a la intemperie, en aquel improvisado campo de refugiados que huían de la naturaleza. «Era muy pequeña», recuerda Marie, que pensó que iba a morir allí con su hija, a la que dormía abrazada para darle calor con su cuerpo. Los médicos tampoco le dieron esperanzas de que sobreviviera porque, además, estaba muy desnutrida. «Al derrumbarse mi casa, perdí todas las cosas que le había comprado a la niña, pero la gente que estaba conmigo en aquel descampado me ayudó y me dio ropa, biberones...».
Emmanuella es hoy una niña alegre y vivaracha, con el pelo lleno de trenzas y la sonrisa de su madre, que vive con su familia en el barrio malagueño de Miraflores de los Ángeles. En aquella época, Jorge Arévalo, al que Emmanuella llama papá, acababa de terminar su segunda carrera estudió Ciencias Políticas y Magisterio en la especialidad de Educación Infantil y empezaba a trabajar en la Fundación Proyecto Solidario por la Infancia, una ONG que salva vidas en Marruecos, Perú, Bolivia o República Dominicana y que, antes, mucho antes, lo había salvado a él. Adolfo Lacuesta, su director y presidente fundador, lo conoció en un campamento y lo rescató con 14 años de una casa de acogida a la que entró «inocente» y en la que aprendió lo que no debía. «Hice cosas de las que no estoy orgulloso, pero Adolfo apareció en el momento oportuno. Algunos de mis compañeros están ahora en prisión», dice.
Una infancia difícil
La suya tampoco fue una infancia fácil. Se crió en un pequeño apartamento en una corrala en el distrito madrileño de Arganzuela. En 70 metros cuadrados convivía con sus dos hermanas, sus padres, sus abuelos maternos y dos tíos. Un día, la policía se presentó en su casa y se llevó a su padre, que mantenía a la familia con empleos esporádicos en la hostelería o la construcción. Su madre, al verse sola, decidió entregar a sus tres hijos a un centro de protección y perdieron el contacto. «Es una etapa cerrada de mi vida», confiesa Jorge. Liviano de equipaje, pero cargado con una pesada mochila de vivencias sobre sus anchos hombros, viajó por medio mundo colaborando en los proyectos solidarios de la ONG.
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A 6.859 kilómetros de distancia, en la Haití del desastre donde las autoridades cifraban en más de 300.000 los muertos por el terremoto, Marie sobrevivía como podía con su hija su novio la abandonó, dice, tras dejarla embarazada en las tiendas de campaña que se instalaron en el descampado, cuando llegaron las primeras ayudas de Venezuela. Allí le entregaron una cartilla que le daba derecho a comida una vez a la semana, para que ellos la cocinaran y que conservó cuando, al cabo de un mes, se mudó con sus tíos y sus primos a una casa de bloques de hormigón sin techo sobre la que colocaron una lona para guarecerse del frío. Cuando la echaron, volvió con su abuela. Un mes después, conoció a Jorge. «Mi vida cambió por completo», confiesa Marie con una sonrisa tímida que ilumina su rostro menudo en el que el sufrimiento no ha dejado mella.
Un orfanato en Leogane
La fundación lo designó delegado en Haití, un país que, antes del terremoto, ya estaba considerado uno de los más pobres de América. Tras el seísmo, sólo en Leogane, una ciudad de 200.000 habitantes, había 30 orfanatos con un millar de niños huérfanos o cuyos padres no podían hacerse cargo de ellos. En marzo de 2011, Jorge viajó a la ciudad derruida de Marie con la misión urgente de construir un centro, que bautizaron Sueño de la Infancia, para acoger a 50 niños que dormían a la intemperie. También ayudaron a otros orfanatos con la entrega de material o con visitas médicas y artículos de higiene para frenar la epidemia de cólera que se extendía por el país.
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A él, pese a que ya estaba bastante viajado, le sorprendió el carácter de una población «demasiado acostumbrada a vivir de la ayuda humanitaria». En Haití, relata Jorge, «si se te avería en coche en medio de la calle y quieres que la gente te empuje, tiene que pagarles». Con los niños, algunos vieron la posibilidad de hacer negocio. «Los venden pudieron comprobarlo con ayuda de una cámara oculta o los usan de reclamo para que les manden dinero. También pudimos sacar de allí a alguna menor que estaba siendo víctima de abusos».
Todavía se acuerda del día que la vio, que es también el primer recuerdo de ella. Marie fue a cenar con unos amigos comunes a la casa de los cooperantes, que era una especie de «Gran Hermano» que aunaba vivienda y oficina. «Entonces tenía el pelo corto», apunta Jorge. «Ahí me empezó a gustar». Después coincidieron en un restaurante y, por último, en una discoteca. Esa fue la definitiva. Su amiga la dejó «tirada» y ella, que no tenía forma de volver a casa, le pidió ayuda a él, «aunque no me fiaba mucho de los hombres», interviene la joven. Aquella noche durmieron juntos, pero coinciden «no pasó nada». A partir de aquel día empezaron a salir y a convivir, todo al mismo tiempo. Marie se instaló en la habitación de Jorge y él se dio cuenta de que ella era diferente, una chica delgada, «cariñosa y sensible, aunque un poco gritona». Asegura que siempre tuvo claro que no se casaría con una mujer española, «ni siquiera con una europea», porque no ha conseguido empatizar con ninguna. «A las chicas que he conocido les preocupaban cosas diferentes que a mí: un coche, el piso, la casa ordenada... Nunca había encontrado a alguien con mi visión de la vida». Ella sí la tenía.
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La misión duraba 18 meses, aunque él, por muchas razones, prolongó su estancia. El 1 de septiembre de 2012, Jorge y Marie se casaron en Haití. Sus testigos fueron un cooperante nativo y una prima de ella «creo que Adolfo no me perdonará no haber asistido», dice Jorge y los invitados, todos los niños del orfanato y los compañeros de trabajo. El enlace se celebró en el centro que fueron a construir. En las fotos, algunas retocadas con Photoshop con la habitación de ensueño para la noche de bodas que no tuvieron, Marie aparece con una prominente barriga. Dieciocho días después, nació Esmeralda, su primera hija en común.
El 6 de mayo de 2013, Marie pisó por primera vez España tras hacer escala en la República Dominicana. Estuvieron unos días en Madrid, donde conoció a Adolfo, su suegro, y a una hermana de éste. Le gustó el país desde el principio. Jorge acabó trabajando en Málaga como responsable de Participación Infantil para la ONG y se instalaron en un pequeño piso de Miraflores. A Marie no le costó adaptarse. «Me gusta mucho la playa, la paella, los espetos... ¡Y el chocolate con churros!». Al año siguiente, el 15 de marzo de 2014, llegó Oliver, que permanece abrazado a las piernas de su madre mientras ella recuerda su pasado. «Si algún día tengo dinero, me gustaría volver a Haití para ayudar a los niños de la calle y que tengan educación, hospital, comida, un techo... Sencillamente, la oportunidad que la vida me ha dado a mí y que no sufran lo que yo sufrí de pequeña». Marie afirma que las cosas están «más o menos igual» por allí: «Haití sigue siendo un lugar hostil para vivir». Las ayudas humanitarias se han ido diluyendo, pero los problemas en infraestructuras, educación o salud permanecen. «En Siria, la gente huye de la guerra. En Haití, de la miseria», sentencia.
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¿Tienes la sensación de haber rescatado a Marie y a su hija Emmanuella?
No. Simplemente, nos encontramos. Hay cosas que no comprendes si no las has vivido. Los dos habíamos pasado por situaciones complicadas, y había mucha empatía».
Al escuchar su historia, es difícil saber quién salvó a quién.
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