Denuncian la muerte de un malagueño en una cárcel de Perú en condiciones infrahumanas
El fallecido, al que sólo le quedaba un año de pena por transportar droga en los zapatos, contrajo tuberculosis en la prisión
Juan Cano
Sábado, 24 de octubre 2015, 00:55
La historia de José es la de tantos otros españoles que cumplen condena en cárceles extranjeras. Albañil en paro, con el desempleo agotado, divorciado y ... padre de dos niños pequeños, cayó en manos de una banda de narcos que lo utilizó como correo de la droga. Un atajo ante su difícil situación económica que lo llevó a un callejón sin salida. En 2001, fue apresado en Perú cuando pretendía embarcar en un avión rumbo a España con un kilo de cocaína oculto en los zapatos. Le cayeron 15 años. Sólo le quedaba uno por cumplir.
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José, malagueño, de Ciudad Jardín, falleció el miércoles en el hospital peruano al que fue evacuado cuando la tuberculosis que contrajo en prisión ya lo había devorado por dentro. Tenía 51 años. «Le amputaron las piernas y lo esposaron a la cama; así murió», describe Javier Casado, presidente de la Fundación +34, que denuncia las condiciones «infrahumanas» en las que viven muchos presos españoles, como José, recluidos en cárceles del extranjero. Actualmente hay unos 1.600 repartidos por el mundo.
La familia lo había dado por desaparecido, porque nunca supo de su viaje. «Él solía visitar a sus padres, hasta que un día dejó de ir. Nos extrañó, pero era mayor de edad, así que tampoco podíamos hacer nada», relata un pariente cercano, que prefiere conservar el anonimato. José tenía entonces 37 años y era «un hombre normal, una buena persona» que, según su familia, nunca había tenido problemas con la Justicia en España.
Por carta
La verdad llegó por carta unos meses después. Una misionera española que llevaba años trabajando en Lima escribió a la familia de José para contarle que se encontraba preso en el penal del Callao, una cárcel con capacidad para 700 personas en la que, según los cálculos de la Fundación +34, que ayudó a José hasta sus últimas horas, pueden convivir, hacinados, más de 4.000 reclusos. La religiosa adjuntó a la misiva un recorte del periódico local donde se daba cuenta de la detención de un español por ejercer como «burrier», el equivalente peruano a las mulas, que es como se conoce a las personas que transportan droga en su cuerpo o en su ropa a cambio de una suma de dinero.
En cuatro años han muerto 68 españoles en prisiones extranjeras
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Era madre soltera en Valencia. La crisis la empujó a ejercer de correo de la droga y fue detenida en Bolivia, donde cumplía condena. Con lo poco que le quedaba tras pagar el derecho a piso y la comida, se acercaba a la cabina y marcaba +34, el prefijo de España. «Así surgió el nombre de la fundación», explica su presidente, Javier Casado, que se embarcó en el proyecto tras vivir muy de cerca un amigo del colegio apresado en Australia una experiencia similar. «Nos da igual prosigue que sea esa chica o Pau Gasol llamando desde un hotel de Chicago. Ayudamos a todos los españoles, presos (salvo por casos de terrorismo, delitos de sangre o sexuales) o no, que estén en una situación de desamparo en el extranjero. Hemos dado de comer, pagado medicinas, entierros... +34 nos une a todos, es lo mismo que decir España». El responsable de la fundación se muestra muy crítico con la labor de las administraciones. «En España, cuando caes preso en el extranjero, se olvidan de que eres español». La red de voluntarios que tienen repartida por el mundo colabora en la asistencia sanitaria a los reclusos y en las gestiones para intentar traerlos a su país. «Llevamos 68 fallecidos en cuatro años...», se lamenta Casado.
José fue condenado inicialmente a 25 años de prisión, que se redujeron a 15 por un cambio de la legislación. «Sus padres buscaron un abogado en Perú al que enviaron dinero varias veces para que llevara su defensa. No hizo nada. Ahora dudo incluso de que fuera abogado», recuerda el familiar del fallecido. El recluso malagueño contactaba regularmente con su hermana mayor, a la que nunca reveló la situación en la vivía. «No quería contarnos nada para que no sufriéramos», apostilla. Sólo le decía que estaba bien y que, si podía, le mandaran dinero. Ellos le enviaban 200 euros cada cierto tiempo. «En la cárcel se compra todo, desde el derecho a piso (un colchón donde dormir) hasta la comida», apunta Javier Casado.
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Hace unos meses, el consulado contactó con la familia para informarle de que José tenía tuberculosis, una enfermedad muy común en estas cárceles por las condiciones de insalubridad. «Nos habíamos movilizado para traerlo a España y que terminara de cumplir la condena. Aquí podía haber recibido tratamiento y salvarse. Hicimos una campaña de recogida de firmas. Faltaba la última en Perú, no sé si del presidente o de un ministro, pero sólo una». La rúbrica para su viaje de vuelta no llegó a tiempo. «Ahora nos piden 10.000 dólares para repatriar el cuerpo y 6.000 si sólo son las cenizas». La familia, entre el dolor y la impotencia, se queja del excesivo castigo: «Cometió un delito, y lo ha pagado con la vida. Nunca sabremos cuánto ha sufrido allí».
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