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Domingo, 5 de octubre 2014, 02:42
Nunca fue propiamente un barrio, pero sí constituyó el germen de todos y cada uno de los que, poco a poco, nacieron en el «lado acá» del río Guadalmedina a partir de la Málaga hispanoárabe. Zoco y plaza, en su entorno fueron surgiendo las primeras iglesias Santiago, Sagrario, San Juan y Santos Mártires que, a su vez, impulsaron el ensanche de la vieja medina musulmana. En su perfecto cuadrilongo, más o menos abigarrado de construcciones civiles, públicas y administrativas, se alzaron a lo largo de su existencia edificios notables, de sus aceras hizo la ciudadanía público salón coloquial y en el centro de la misma hubo en diferentes épocas monumentos y símbolos que la embellecieron.
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Fue siempre la Plaza. De las invasiones anteriores al largo periodo musulmán no queda constancia del uso que la misma hubiera podido tener; en todo caso, y debido a su situación estratégica, cabe imaginarla como ocasional ágora, frecuente areópago o simple y espontáneo espacio ciudadano cuando la ocasión urgía consulta popular a propósito de graves y comunes cuestiones.
La grande y pequeña historia local se teje en ella a lo largo de los siglos, los distintos nombres que tuvo refuerzan la importancia que los malagueños de siempre adjudicaron a tan céntrico lugar y el hecho de que en ella se edificaran las casas consistoriales a partir de la modernidad cristiana, confirmando la proclividad antigua de los malagueños por ella, valida hoy el afecto tradicional en función de situación y uso.
Organizada la vida política, militar, religiosa y administrativa de la ciudad a partir del 19 de agosto de 1487, hechos los complicados y discriminatorios repartimientos entre nobles, capitanes, soldados y directos servidores de Fernando e Isabel tras el cerco puesto a la ciudad entre mayo y agosto del mismo año, la Plaza, en cuanto a su disposición actual, alcanza un diseño prácticamente definitivo. Con él se afirma su condición de espacio único, y tanto en momentos de convocatorias populares, ajusticiamientos, arengas, mercados, ferias, celebraciones religiosas y culturales, corridas de toros, paradas militares y representaciones teatrales (especialmente los tradicionales autos del Corpus Christi), dicha plaza ofreció el escenario adecuado aun cuando su aforo venía corto para su población.
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Francisco Bejarano Robles, primer investigador local que sistematizó la crónica urbana y arquitectónica del histórico recinto, nos deja escrito: «Los primeros datos que hallamos se refieren al subsuelo, pues en 1489 y 1490 se repara su alcantarillado y se cubre el caño del mismo, que estaba junto a las carnicerías primitivas, situadas, probablemente, hacia la actual calle de Granada, o la de Santa María. Al siguiente año se agrega una una casillla para su servicio, tomando parte de la morada de Francisco Gudiel, al que le dan, en compensación, una tienda y algunas dependencias de otra en una calle que hacía esquina a la nombrada Nueva».
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El mismo autor agrega, como dato importante desde el punto de vista de la monumentalidad arquitectónica que ya debió tener el enclave para el último decenio del siglo XV, lo siguiente:
«En enero de 1491 el comendador de Haro, como procurador del Consejo, requería al repartidor, Francisco de Alcaraz, a fin de que hiciera efectivas las mercedes concedidas por los Reyes al Ayuntamiento, y señalara casas para la Audiencia y escritorios públicos, que debieron obtenerse, por cuanto bajo el mandato del bachiller Juan Alonso Serrano, corregidor y reformador del Repartimiento de Málaga, se construyeron en la plaza, probablemente en forma de galería porticada, como en las ciudades de Castilla, dependencias suficientes para la Audiencia, notarías y otros edificios públicos».
LA CÁRCEL
La primera cárcel del periodo hispanomusulmán malagueño se encontraba, cómo no, en la plaza, «aunque se utilizaba como tal la casa de un vecino, apellidado Monterroso, a quien anualmente se le pagaba por arrendamiento mil maravedíes», explica Bejarano Robles. Fue en el mes de mayo de 1490 cuando «el alcalde mayor requería a la ciudad para que construyese una cárcel, respondiéndosele que debería, ante todo, tomar las cuentas a los oficiales que habían administrado justicia, pues, estimaba, fundamentalmente, que con el producto de las penas impuestas desde la reconquista de la ciudad podría haberse labrado un edificio apropiado para aquel objeto».
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Hay otro escrito del mes de julio del mismo año que, dirigido por el Ayuntamiento a la Iglesia malacitana en posesión de tierras, edificios y otros bienes raíces, solicitaba los baños moros que ya en propiedad tenía en la misma placita, al objeto de levantar sobre ellos los edificios de la cárcel y de la Audiencia, aspiración que fue el comienzo de un largo pleito entre los poderes municipal y eclesiástico.
En reunión del concejo municipal de 30 de junio de 1492, y dado que el Ayuntamiento ya era consciente de que el recinto urbano se quedaba corto para el número de habitantes de la ciudad, dijo que era «necesario tomar, además de las carnicerías públicas, siete casas y un pedazo de otras pertenecientes a distintos vecinos que se nombran, señalando una línea tirada a cordel desde la esquina de la casa de un tal Juan de Moros, en línea recta con la torre de la ermita de San Sebastián, hasta las fachadas de unas tiendas de los Propios que existían a la entrada de la calle Real, hoy de Granada, frente a la reja de la boca del caño, que iba por debajo de la plaza y cuya línea pasaba por delante de la casa de los baños. Este proyecto estaba, ya, realizado a fines de 1493, según consta en el acta del Cabildo de 30 de diciembre de dicho año, en el que se hace referencia a la mejora conseguida».
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Que una de las singularidades arquitectónicas de la plaza fueron los soportales que a fines del siglo XV se construyeron al par de la Audiencia lo demuestra el hecho documentado de que para 1501 ya se encontraban en estado ruinoso, lo que, por otra parte, evidenció la pésima calidad de la obra realizada. Por ello, en cédula de 2 de julio del mencionado año, los Reyes Católicos «dispusieron que fuesen vistos por el corregidor y regidores, asesorados por maestros de obras entendidos, y se derribaran por completo o se reedificaran, según lo que se considerara más oportuno».
La cárcel local, según las crónicas disponibles documentan, era una verdadera calamidad. Y no sólo porque, según se aludió, el centro penitenciario era en realidad la casa de un vecino que la tenía arrendada, sino porque evidentemente carecía de todo condicionamiento mínimo para los menesteres de custodia, vigilancia y buen recaudo de los presos.
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La cárcel, pues, era un verdadero problema para el Ayuntamiento malagueño de 1490. Tanto fue así, que ya en dicho año el concejo local elevaba a la Corona un escrito en el que manifestaba que «la cárcel era insuficiente y de mala construcción, por lo que los presos se escapaban, horadando las paredes y por los tejados, no disponiendo el alcaide de habitaciones decorosas siendo, por ello, urgente el ensancharla y acondicionarla debidamente; y, para este fin, había determinado comprar al mercader, Fernando de Córdoba, unas casas que poseía junto a la misma, que éste prometía dar por lo que le habían cosado».
Pero el Ayuntamiento mentía. El tal Fernando de Córdoba no había ofrecido sus casas al precio de costo; fue el municipio el que, interesado en ellas y dispuesto a ocuparlas a precio de almoneda, había advertido a su propietario que no le concedería permiso para obrar en las mismas tal como tenía solicitado, de manera que no le quedaba como mejor solución que venderlas para realizar allí la construcción de la cárcel. Y el propietario, que debió ser de armas tomar, porfió, se resistió y llevó el asunto hasta la Real Chancillería, la cual dispuso, en vista de que no había manera humana de ligar propósitos municipales con intereses particulares, establecer justiprecio. Para ello nombró un perito independiente de los litigantes, Pedro de Morales, que hizo una tasación ascendente a 230.000 maravedíes, no valorando los materiales que el propietario tenía adquiridos y dispuestos para la obra que el Ayuntamiento no estaba dispuesto a conceder.
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La cárcel, al fin, pudo ser con la Audiencia levantada a partir de la solución del pleito (1517), por lo que la primera ordenación arquitectónica del ala norte de la plaza fue una realidad. Desde la ermita de San Sebastián (comienzo de calle Compañía) hasta la calle Real, todo el paño arquitectónico quedó ocupado por las obras de ampliación, mejora y adecuación de la cárcel, así como por la construcción de la casa del señor corregidor. Paralelamente, al haberse realizado al propio tiempo ensanches necesarios, el lado oeste ofrecía para entonces la vistosidad de nuevas edificaciones que, con los soportales anteriormente citados, convertidos ya en escribanías públicas, mantenían un incesante ir y venir de gentes que daban vida y movimiento a todo el ámbito.
BELLO AYUNTAMIENTO
La segunda actuación arquitectónica que en la plaza se constata durante el primer decenio de la ciudad hispanomusulmana fue, sin duda, la correspondiente al ala oeste de la misma, es decir, desde la calle Especerías a la de la Compañía en todo el tramo en el que se encuentran actualmente los comercios de Mérida Centro, Antigua Abaniquería de Páez y la Costa Azul, y fue a propósito de instalarse en dicho lugar las casas consistoriales.
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Conviene decir que la primera casa municipal malagueña a partir del hecho de armas que constituyó la toma de la ciudad por los RR. CC. estuvo situada en la mezquita menor, a espaldas de la mayor sobre la que se construyó la Catedral. Su situación podría concretarse en los Postigos de los Abades. El acuerdo de situar allí el edificio municipal data del 3 de diciembre de 1489 mediante actuaciones administrativas de los primeros repartidores Cristóbal de Mosquera, Francisco de Alcaraz y el corregidor Garci Fernández Manrique, los cuales «señalaron e nombraron por casa de ayuntamiento una mezquita, que es a las espaldas de la iglesia mayor, e una casilla que está junta con ella para el portero del Ayuntamiento».
Cuatro años estuvo en el citado lugar y casa la representación municipal malacitana, toda vez que cuando en 1493 se entregan a las autoridades eclesiásticas todas las mezquitas existentes recibe el Ayuntamiento la orden directa del gobernador Juan Alonso Valdés de trasladarse a la que entonces se llamaba Casa de San Sebastián, situada en la plaza, donde, a pesar de la estrechez e incuria de sus instalaciones, se celebraban los cabildos.
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En 1636 el gobernador Francisco de Trexo y Monroy, marqués de la Rosa y de la Mota, mandó demoler el edificio con el fin de poder edificar otro distinto más adecuado a las necesidades del concejo municipal, lo que se alcanzó en 1652 no sin grandes problemas económicos y de carácter legal debido a la oposición de varios propietarios colindantes. Hay que aclarar que si la totalidad del inmueble pudo estar inconcluso, es cierto que su fachada, al menos, ya estaba totalmente terminada para el expresado año al dar el visto bueno a la misma el entonces gobernador Martín Arese y Girón.
Mas las obras no debieron ser un prodigio de realización técnica. Hay un dato que así lo asegura cincuenta y tres años más tarde: «Habiendo amenazado ruina la fachada exterior en 1705, se renovó invirtiendo en la obra la mayor parte de las piezas de cantería que formaban el puente que se había derribado y que existía en Puerta Nueva sobre el río Guadalmedina. Esta última modificación consta en una de las inscripciones en piedra mármol que están sobre las puertas principales, y dice así: «Regnante Philipo V Hispanorum Rege Catholico. Fabrica hujus Capitularis Domus reedificata fuit a fundamentis ad medium usque erecta. Anno Domini 1705».
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SEGUNDA CASA
Aunque la estampa arquitectónica de la que fue segunda casa municipal la conocemos sobradamente a través del bellísimo grabado que reproducimos y que publicó la revista «El Guadalhorce» en 1839, existe una descripción perfecta del interior del inmueble realizada por Pascual Madoz en 1845 que merece la pena destacar dada la cantidad de datos pormenorizados que facilita:
«El terreno que ocupa este edificio es todo el frente de la plaza de la Constitución, o sea, el costado de ella del oeste. Su planta exterior, aunque sencilla, es graciosa por la perfecta armonía que guarda su arquitectura. En su principio era mejor el aspecto de la fachada por hallarse sostenidos todos los huecos por pequeñas columnas de alabastro, que fue necesario quitar para aligerar la fábrica del extraordinario peso que tenía; la fachada principal cuenta 70 varas de longitud, 13 de fondo y 42 y medio de altura, tomada la distancia desde la superficie del terreno a la galería del centro. Tiene 5 cuerpos: a los dos extremos de la fachada principal se elevan 2 torres cuadradas, iguales y a la misma altura del último cuerpo del centro. Esta fachada la adornan 3 órdenes de balcones simétricamente colocados con los del centro y gran número de ventanas. Sobre el balcón principal está colocada una gran lápida de mármol negro, donde está esculpido con letras doradas el nombre de Plaza de la Constitución. En la torre o cuerpo del centro y sobre la lápida existe un nicho grande con la imagen de talla de Nuestra Señora, que se venera con el título de la Esperanza».
De su interior, Madoz destaca otros aspectos de la casa: «El salón donde hoy existen la secretaría y oficinas generales del Ayuntamiento y sala capitular son las 2 únicas piezas de alguna consideración: en 1842, por falta de un departamento capaz para reunir todas las dependencias, se hallaban éstas diseminadas en pequeñas e incómodas habitaciones, dando lugar a que el público sufriese retraso en el despacho; por esta causa dispuso el Ayuntamiento de aquel año romper las paredes interiores del segundo piso y correr las habitaciones de un extremo a otro de las torres, formando un extenso salón a donde pudieran estar todas las oficinas, como así se efectuó. Tiene la misma longitud que la fachada principal, y de ancho el de las torres, quedando los huecos de éstas separadas del salón».
Tan descriptivo paseo por el interior de la casa municipal consigna la existencia, en el salón de sesiones, de una placa de mármol blanco que recuerda a José María Torrijos y 49 «compañeros de infortunio, sacrificados en 1831 en las playas de San Andrés por su amor a la libertad».
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Y por si tales datos informativos no fueran suficientes, Madoz continúa: «Y a su lado, el cuadro con marco dorado que representa el monumento erguido a su memoria en la plaza de la Merced o de Riego y con destino el uno para sala capitular o donde se celebran las sesiones. En esta parte y en el mismo costado se halla el grande y magnífico cuadro al óleo, obra del pintor que fue de cámara don Joaquín de Insa, el cual ocupa casi toda la pared. Representa la augusta persona de Carlos III sentado en el trono en el acto de dar audiencia a su pueblo. A su lado izquierdo hay una niña representando a Málaga». Y en el centro, a don José y don Miguel de Gálvez.
A partir de la segunda mitad del siglo XVI y por obvias razones de dar al centro de la plaza un mayor contenido estético, las autoridades municipales anduvieron en la idea de levantar un monumento que transformara el ya entonces lucido cuadrilongo urbano. Este intento de dignificar tan céntrico ámbito corrió parejo con una serie de medidas administrativas que, orientadas hacia los negocios, tiendas y comercios de toda índole allí existentes, obligaran a los propietarios a respetar los espacios disponibles para la ciudadanía.
Estas medidas comenzaron al aplicarse una serie de disposiciones de carácter municipal que prohibían, entre otras cosas, sacar a la calle parte de la oferta comercial que se hacía desde el interior de los establecimientos. No se podían exhibir a las puertas de los locales materiales ni objetos que molestaran el tránsito ciudadano: barricas, cachivaches, aperos, rollos de cuerda ni utilería doméstica que desdijera del lugar. Y como se trataba, en suma, de hacer respetar el espacio común de todos los malagueños, se acordó específicamente, dado que el popular calzado del pueblo era entonces la alpargata, que no se exhibieran, como se hacía, en ramilletes colgados de un clavo como pimientos secándose al sol.
FUENTE DE GÉNOVA
Este programa de dignificación de la plaza trajo consigo exornar la misma con una obra de cierta categoría: la fuente de Génova o de Carlos V, que de ambas maneras se conoció entre los malagueños del siglo. Dicha fuente estuvo en la plaza hasta los primeros años del siglo XIX, luego fue trasladada al bulevar de la Alameda Principal y hoy luce en una de las glorietas del Parque.
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Sobre la fuente de Génova o de Carlos V los datos disponibles hasta el siglo XVIII eran una extraña mezcla de leyenda, historia y verdad, y de no haber sido por el descubrimiento de una inscripción en su vieja piedra, larga e involuntariamente oculta durante dos siglos, todavía estaríamos en el terreno de las hipótesis respecto a su verdadero origen.
La causa de la controversia se debe al padre Morejón, historiador y documentalista, que su en famosa «Historia de las antigüedades de Málaga» afirmaba, si bien es cierto que curándose en salud, que nuestro Carlos I de España y V de Alemania la mandó encargar a destacados maestros genoveses, y cuando la obra ya totalmente terminada se embarcó con destino a nuestro país, la nave en la que hacía el viaje fue apresada por el pirata Barbarroja. Ocurrió de inmediato que la embarcación cayó posteriormente en manos de don Bernardino de Mendoza, el cual rescató sus valiosos y bien esculpidos mármoles y los trajo al puerto malagueño. El monarca dispuso a renglón seguido que, puesto que el diseño de la fuente así lo permitía, que fuera dejada en nuestra ciudad su parte superior y la otra mitad restante fuera enviada a Ubeda como obsequio al marqués de Camarasa. La leyenda no especifica en función de qué se mostró el emperador tan generoso, pero todo apunta a que el monarca premió algún extraordinario servicio del citado noble.
Otra versión de la misma leyenda, quizá tan peregrina y encantadora como la anterior, aseguró durante dos siglos que la fuente fue parte del botín que don Juan de Austria tomó en la batalla de Lepanto. El culto y gran poeta del barroco malagueño Juan de Ovando y Santarén, en su larguísimo y moroso poema «Descripción de Málaga», dejó escrito sobre la fuente y su origen los siguientes versos:
«Blanco fanal, el vaso de la fuente,
con alas de alabastro se levanta
una águila, copiando en lo eminente
timbre de aljófar, que al rizar
[quebranta;
presa fue del de Austria Marte ardiente,
cuando sobre el Lepanto, que aún
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[espanta,
selva de pinos, a Sultán siniestra,
hizo de alarbes funeral palestra.
Su Ayuntamiento, en forma suntuosa, ventanas toma para ver la anchura;
de egypcias maravillas compendiosa,
es un recto ajustada arquitectura;
goza por timbre al Alva más hermosa
donde la curia del senado grave
al gobierno de todo echa la llave».
Como se comprueba a través de los precedentes versos, Ovando y Santarén no se resistió, al hacer la morosa descripción de la ciudad, a tomar de la antigua leyenda la imaginada historia de la fuente, cuyo origen sitúa en Lepanto y en el protagonismo que en tal batalla tuvo don Juan de Austria. Esta circunstancia, recogida más tarde por el canónigo Cristóbal Medina Conde y otros subsiguientes historiadores locales, hizo que la fábula traspusiera los umbrales del siglo XIX, en cuya centuria, a propósito de las innumerable obras que se tuvieron que realizar para dejar asegurada la estabilidad del monumento, se alumbró una piedra epigráfica que constató que dicha fuente fue labrada «con los fondos de la ciudad, año 1551».
Bejarano Robles, añadiendo a lo ya conocido el fruto personal de sus investigaciones, dice: «Es seguro que, en 1544, existía, ya, la fuente; pues, en noviembre de este año, un tal Sebastián de Burgos manifiesta al cabildo: que en un monte próximo a la ciudad existe una piedra de mármol, grande, que se compromete a sacar y traer, acordándose que se utilice para la obra de la fuente. La obra que se trataba de hacer era un borde de piedra alrededor del pilar, a fin de impedir que el agua se derramara por la plaza y convirtiese el lugar inmediato en un lodazal».
Pero hay otros datos que aporta don Francisco Bejarano: «No estaba la tal fuente, por aquella época, tal y como hoy la vemos, pues carecía del grupo intermedio de Neptuno y de taza adornada de mascarones sobre el que éste se eleva. El hallazgo en el Archivo Municipal de un documento nos permitió, hace ya varios años, aportar algunos datos seguros y de interés a la historia del monumento en cuestión y afirmar: que dicho grupo y taza eran obra del escultor italiano Jose Micael, y fueron labrados hacia 1635. En efecto: este año el citado artista se dirige al cabildo manifestándo: que habiendo hecho para la obra de la fuente de la Plaza una obra y pedestal de orden de los regidores comisionados a tal fin, suplicaba se mandara tasar su trabajo por persona competente y que él designaría, asimismo, otro perito. El nombramiento de la ciudad recayó en Juan Bautista del Castillo, escultor vecino de Antequera; y Micael designó, por su parte, a Pedro Fernández de Mora, escultor y arquitecto, vecino de Sevilla, los cuales aceptaron en 5 de obtubre de 1635, y, al poco tiempo, comparecían ante el escribano del Cabildo, diciendo que en irtud del nombramiento en ellos hecho, a visto las piedras que ha labrado Jusepe Micael, escultor, para la fuente de la plaza de esta ciudad, que son una taza grande con ocho mascarones y un balaustre con tres figuras y tres escudos, de lo que tasan y aprecian lo esculpido en ellas ques lo que a hecho el dicho Jusepe Micael de escultura, teniendo buen cuidado de advertir que su aprecio se refiere sólo a la labor artística, aparte del valor de la piedra y del trabajo de cantería. A continuación cada uno de los peritos da su informe separadamente, y, exponiendo el resultado de sus apreciaciones, tasan la obra. El perito nombrado por Micael la aprecia en 11.180 reales, y, el de la Ciudad, en 9.240, cuya cantidad es la que se paga al artista en varias veces y no sin que tuviera que solicitarlo».
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Tenemos, pues, tres fechas en la cronología constructiva de la fuente: 1551, año en que la epigrafía de la piedra vino a manifestar que fue labrada con los fondos de la ciudad, con lo que la leyenda de su pretendido origen desaparece; 1554, año en que ya existente la misma, posiblemente hasta con un diseño distinto, Sebastián de Burgos trae la piedra para realizar el borde alrededor del pilar, y 1635, cuando Giuseppe Micael realiza el grupo intermedio del Neptuno y la taza adornada de mascarones.
Según las fechas consignadas, tendremos que concluir diciendo que la fuente de Génova o de Carlos V fue un proceso constructivo que iniciado en 1551 se concluyó en 1635, o lo que es lo mismo: que la obra fue en principio un proyecto determinado y que poco a poco, por razones diferentes, se fue modificando a lo largo de los ochenta y cuatro años que van de 1551 a 1635.
COSO TAURINO
Al malagueño de hoy puede resultarle sorprendente que su «plaza» sirviera, periódicamente durante los siglos XV al XVIII, como ocasional e inevitable coso taurino; en realidad, la casi perfecta hechura de su diseño y dimensiones la hizo el escenario ideal para aquel tipo de celebraciones populares cuando la oportunidad lo requería. Es más, las autoridades municipales se las ingeniaron durante tres siglos para que dichos festejos se realizaran sin menoscabo de la seguridad ciudadana haciendo posible, además, disponer de los necesarios servicios auxiliares que permitieran su decoroso desarrollo, no tanto en el orden de la comodidad de los espectadores como en lo que se refería al lucimiento de la fiesta.
Las dignidades municipales, administrativas, eclesiásticas, militares y las representaciones gremialistas ocupaban balcones y ventanas de la Casa Consistorial; la nobleza y adláteres, junto con toda su parentela y allegados, se situaban bien en las balconadas de los edificios que existieron antes de construirse la casa del Montepío de Viñeros, o, en el entretanto, en unas gradas ad hoc construidas a tal fin. Luego, cuando José Martín de Aldehuela concluyó tal edificio, el derecho inmemorial consagrado por la clase dominante fue oportunamente reclamado y, en su consecuencia, devuelto. De tal manera fue así, que si los balcones corridos que todavía luce su fachada fueron diseñados como vemos todavía, fue precisamente a causa de aquella reclamación, pues sin atenderla no podría haberse realizado tan bella muestra de la arquitectura civil del siglo XVIII.
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Para la celebración de tan notorias corridas de toros la fuente de Génova era protegida por un maderamen, desde el pilón inferior hasta la mitad de su pedestal a la altura de la taza intermedia, y con tal sabiduría e intenciones que el entablado superior caía de manera casi vertical, impidiendo que sobre él pudiera tomar asiento la gente de la gleba. El llamado pueblo espectador tenía que situarse de pie, sudoroso y achicharrado, en cualesquiera de los espacios a él destinado e igualmente protegido por listones de madera a lo largo de los cuatro lados del recinto. Las cuatro esquinas de las calles que desembocaban en la plaza las actuales de Compañía, Granada, Especerías y Larios (entonces del Toril) se cerraban con galeras o carretones practicándose unos portillos para la entrada y salida de ciudadanos.
Los toriles estaban situados en la aludida calle del Toril, de manera que las reses, bien guardadas y mejor vigiladas por los alguacilillos, eran conducidas al «ruedo» a través de un pasillo construido en madera y que, a tenor del diseño de la calle, zigzagueaba hasta desembocar en el terreno de la pelea.
A muchos sirvientes y presidiarios de la cárcel que observaban buena conducta, y dado que una de las fachadas del edificio daba a la plaza, se les permitía asomarse a través de los enrejados carcelarios para disfrutar de tan cercano y gratis espectáculo.
Según Bejarano Robles, la primera corrida de toros celebrada en la plaza tuvo lugar el día 6 de enero de 1492:
«El día 4 de enero se recibe en Cabildo, de manos de Bartolomé de Mérida, escribano de las guardas, carta del Rey Don Fernando, dando cuenta a la ciudad de la toma de Granada y de habérsele entregado la Alhambra y todas las fortalezas que aún quedaban en poder de los moros».
La lectura de tan importante e histórica misiva se produce el mencionado día 4 de enero y el festejo se acuerda para dos días más tarde:
«Lo primero que se determina es que se lidien toros, el viernes, día de Reyes; y, además, que se haga procesión que vaya a la iglesia de la Victoria, y que los vecinos pongan por la noche luminarias en las ventanas y puertas de sus casas y la gente moza cante en corros y danzas. La plaza se acondiciona para la emocionante y bizarra fiesta. El obrero mayor agencia la madera necesaria y carpinteros y albañiles comienzan a trabajar muy de mañana, cerrando las calles y poniendo en una de ellas, estrecha y pequeña, una empalizada practicable para dar salida a los toros. Como la afición a este espectáculo es muy grande y se espera que en lo sucesivo haya ocasión de celebrarlo con relativa frecuencia, se dispone que en las esquinas de cada calle queden las maderas que se han colocado, y que las tirantas de las barreras se labren bien y cuando se quiten se den a guardar a los vecinos más cercanos, que habrán de responder de ellas y entregarlas cuando se les pida».
Fue, al parecer, una afortunada corrida: «La bravura de los toros, el arrojo y destreza de los caballos obedientes a la maestría de la mano, han regocijado al público. Al día siguiente, sábado, se ha celebrado una suntuosa procesión con asistencia de toda la clerecía y pueblo, pues se ha dispuesto que huelguen todos los artesanos de los distintos gremios, excepto los labradores que quieran ir a sembrar y los de los hornos. Por la noche la plaza presenta un fantástico aspecto prestado por las luces y hachas encendidas en todas las puertas y ventanas y en los portales de los escribanos. Los mancebos y doncellas danzan y cantan al son de la música, formando corros y parejas hasta el filo de la medianoche».
A lo escrito por Bejarano hay que añadir que en aquella corrida de toros de la modernidad malagueña destacó sobremanera el aristócrata local don Fernando de Natera, que «alanceó en brioso corcel, de gran arrojo, un toro bravo», según dejó consignado en sus conocidas «Efemérides malagueñas» José Luis Estrada Segalerva.
El lector se preguntará acerca de lo que, entonces, podría costar un espectáculo taurino en la plaza. Tomando como referencia las cuentas del que se llevó a cabo el día de San Luis de 1663, responsabilidad de ajuste quecompartían regidores diputados nombrados al efecto, se sumaron las siguientes cantidades:
«47 reales por cortar 400 garrochas y traerlas a la ciudad; otra cantidad igual por 400 púas y el trabajo de colocarlas en aquéllas; 1.600 reales por 3 toros que se compraron a don Pedro Gómez de Chinchilla y otros 1.000 por dos adquiridos en Antequera; 34 reales a los vaqueros y matarifes por traer las reses y 200 al fiel del matadero por el menoscabo de las carnes y pellejos; 34 reales por la limpieza de la plaza y echar arena; y, finalmente, 1.006 reales por dulces, vinos y viandas para la colación, y 51 por 6 arrobas de nieve».
PREGONES Y TERTULIAS
La plaza, tanto por sus singulares características como por su situación respecto a la ciudad murada el plano de Carrión de Mula la señala prácticamente en el centro de la medina, así como por su equidistancia de cualquier punto de la entonces recoleta urbe, conoció diferentes usos.
«La plaza es uno de los lugares señalados para los pregones públicos. Allí con cortejo de fuerzas y tras el redoble de las cajas, hecho el silencio y ante un público siempre numeroso, el pregonero va repitiendo a altas e inteligibles voces la última orden del Concejo o la última Cédula real sobre cualquier asunto. A principios de 1491 se lee una muy interesante: se autoriza por ella al comercio con los moros del otro lado del estrecho y se detallan, minuciosamente, las mercaderías cuya salida prohíbe; y, para mejor conocimiento de los interesados, se fija copia de la licencia en una de las fachadas de la plaza», dejó escrito don Francisco Bejarano.
Fue un lugar de encuentro de la ciudadanía para hacer corrillos, conversar, murmurar, intrigar, seguir al día las noticias de interés común y, especialmente, enclave comercial indudable. Sin duda, fue también utilizada durante siglos como lugar de ajusticiamiento, especialmente en aquellos casos en que la autoridad estimaba que se debía ejemplarizar. Lo recuerda el mismo investigador: «... otras veces el espectáculo era trágico: en la picota de la plaza se ejecuta a algún delincuente, ante el silencio y la curiosidad malsana del vecindario, y allí queda expuesto durante cierto tiempo, como advertencia ejemplar».
Otro de sus antiguos usos y los ejemplos no hacen más que sumar interés y concurrencia al recinto, la plaza ofrece esta curiosa visión: «En ocasiones los condenados a galeras, que vienen en expediciones del reino de Granada o de los lugares de Castilla, se alinean entre alguaciles y gentes de armas delante de la cárcel, ya que se concentran allí para embarcarse en los galeones del Rey. Son tantos, a veces, que el hedor de sus cuerpos sudorosos y sucios transciende a la plaza».
Recinto que citó a la gente a propósito de cualquier anuncio de fallecimiento real o natalicio de esperado príncipe, invasión enemiga o resultado bélico adverso a nuestra Armada, las claves para que los malagueños de pasados siglos acudieran a ella eran muy simples y de distinto tenor:
«De madrugada, o pasada ya la medianoche, ha llegado un correo enviado de algún pueblo costero de Levante o Poniente, reventando caballos para avisar de la presencia de naves tunecinas o berberiscas, o de ingleses enemigos de la Corona. Efectivamente: si es de noche, se ven en las torretas que se extienden a lo largo de la costa hogueras encendidas por los guardias y escuchas que avisan así del sospechado peligro. Las campanas tocan a rebato y van llegando a la plaza la gente de armas y los vecinos también armados, que se agrupan por parroquias, formando compañías. Bien pronto los capitanes, algunos de ellos regidores, se ponen al frente de éstas y el alférez de la ciudad, o su teniente, portando el pendón verde y pardillo con las armas de Málaga en el centro y rica flecadura de oro, ocupa el lugar preferente que le corresponde, y parten todos hacia la costa para acudir a los lugares amenazados por el desembarco. Mientras, en las Atarazanas, Torre del Espolón, Castil de Ginoveses, Alcazaba y Gibralfaro los artilleros de a pie de las piezas preparadas avizoran el horizonte, y las galeras de la Armada o algún navío artillado por el propio Concejo se hacen a la mar, en servicio de exploración y dispuestos a cualquier eventualidad».
Si ya aludimos a los distintos usos que tuvo a lo largo de su historia la plaza, señalando como acontecimientos de popularísima concurrencia las corridas de toros, debemos añadir ahora otros de carácter religioso, militar, cívico o de contenidos culturales que también la tuvieron como escenario natural.
De todos ellos destacó, con puntualidad anual y no menor asistencia de gentes, la festividad del Corpus Christi. Un apunte general nos proporciona la visión exacta de la plaza preparada para tal celebración: «A la entrada de las calles Especerías, Granada y San Sebastián se colocan sendos arcos de madera y lienzo pintados, figurando una obra de fábrica y cuya ejecución se encarga a maestros carpinteros como Jacinto de Godoy, en 1625; pero, con posterioridad, a escultores y pintores como Jerónimo Gómez y Alonso de Morales, en 1663, 1665 y otros años. Alrededor de la fuente se disponen encañados cubiertos de arrayanes formando diversos adornos sobre los que destaca el águila que la remata y que se dora con ocasión de la fiesta».
Gente la de entonces dispuesta a lograr el más difícil todavía, repare el lector en la originalidad municipal al preparar las fiestas del Corpus del año de gracia de 1625:
«... emplazando en torno de aquélla (la fuente) una bien construida empalizada dentro de la que se ven ciervos, monos, papagayos y otros animales entre arbolillos y plantas dispuestos allí para mejor dar la impresión de un trozo vivo de naturaleza selvática».
El suelo de la plaza, terrizo naturalmente, ya se cubría para entonces de juncias, con el fin de atenuar el polvo que obviamente levantaba el paso de la crecida procesión de autoridades eclesiásticas, militares, civiles y representativas de todos los gremios de la ciudad.
Extraño cortejo entre lo religioso y pagano, «en la comitiva procesional va La Tarasca, ricamente ataviada, con su consorte de gigantes, enanos, diablos y animales, todos grotescos y de monstruosa figura, hechos, casi siempre, por los mismos artistas a quienes se encarga el exorno de la plaza. A veces en la cabezota de La Tarasca, que aparenta un infierno, se oculta el recorrido».
Procesión que en la plaza se detenía en los diferentes altares en ella levantados, solía concluir horas más tarde en la Catedral en medio de una lluvia de papelillos que, en el interior del templo y desde el trascoro, se echaban sobre los asistentes, y desde la torre, en el exterior a la gente que quedaba fuera, al tiempo que las campanas eran volteadas. Eran unos papeles de tamaño inferior a un recordatorio de primera comunión que, en cuatro versos no siempre rimados con gusto y arte, y como explicando el motivo de su grabado, de año en año distintos y siempre con relación al Corpus, la eucaristía y el Salvador, intentaban hacer reflexionar a la gente acerca del sentido espiritual de la jornada. El pueblo acabó llamando «aleluyas» a dichos papelines, y todos los años por la misma época la ciudadanía aguardaba el momento de su generosa lluvia, comenzando así, quizá, la primera manifestación coleccionista de los malagueños.
TERTULIA LITERARIA
La primera tertulia literaria de cuantas existieron en Málaga y de las que hoy tenemos noticias ciertas también hay que situarla en la plaza porque en ella estaban próximas la Casa del Cabildo y la histórica Imprenta de Luis Carrera, impresor del Ayuntamiento, la Catedral, del Obispado y del Colegio de San Telmo. Nos referimos a la ciudad del último tercio del siglo XVIII, cuando se abría desde la esquina de Especerías la calle Siete Revueltas que, en zigzag, avanzaba hacia lo que hoy es plaza de las Flores. Era en dicho ángulo de la plaza donde existió la imprenta que daba cobijo a culta tertulia.
«Aquí acuden con frecuencia, se reúnen y charlan, a más de alunas otras personas de calidad, dos regidores del Ayuntamiento y un canónigo optimista e inquieto. Los tres son aficionados a los papeles viejos y están encariñados en la empresa de revivir el pasado de nuestra ciudad. Uno de los regidores se llama don Joaquín Pizarro y Despital, quien, en su calidad de diputado archivista, viene, desde 1788, dedicado a ordenar el archivo del municipio, tarea importante en la que le ayudan un lector de letras antiguas, bastante viejo, don Pedro Fernández de la Rosa, y un modesto escribiente, don Antonio Romero. El otro regidor es un militar inválido que después de haber luchado en Gibraltar y Menorca perdió una pierna a consecuencia de un trabucazo que le dispararon persiguiendo, por tierra de Sevilla, a una partida de contrabandistas, y el tercer personaje es un canónigo de avanzada edad, decidido y optimista, que va dando a la imprenta un libro titulado Conversaciones históricas malagueñas, bajo la firma de un sobrino suyo, don Cecilio García de la Leña, por hallarse él desautorizado para publicar a causa de un cierto expediente que se le siguió; se llama don Cristóbal Medina Conde».
En efecto, el ilustrado canónigo recaló en Málaga luego de fuerte escándalo en Granada a propósito de unos descubrimientos arqueológicos, circunstancia que más tarde, unida a su no clara prueba de sangre a efectos de alcanzar la dignidad eclesiástica en el Cabildo Catedral malacitano, coronó un largo proceso del cual, con el tiempo, se libró; pero, en el entretanto, a don Cristóbal se le recomendó que su firma no apareciera al pie de ninguna investigación ni obra literaria, lo que cumplió en favor de su sobrino también presbítero Cecilio García de la Leña.
Con lo dicho, no debe interpretarse que el canónigo Medina Conde fuera contumaz falsario, pues el conjunto de su larga y meritoria obra firmada revela suficientes méritos y conocimientos sobre las materias que trata y documenta. Le rodearon causas personales y circunstancias propicias que, a la vista de muchos de sus coetáneos, apoyados ciertamente por una verdad, sumaron muchas mentiras añadidas para tejer definitiva leyenda negra en torno a su persona.
Lo más lamentable ha sido que durante los últimos siglos de historia malagueña transcurrida no pocos historiadores, investigadores y científicos bebieron en sus fuentes y trabajos, siendo así que muchos de ellos, si le citan, es para burlarse y discutirle sus datos; y, todavía peor, en el caso de aprovecharse de sus informes, ocultaron el origen y paternidad verdadera como experimentando reparos hacia ellos. Por esta razón, so pretexto de cubrir con pudor una inevitable vergüenza, cometieron el impudor de silenciarle sistemáticamente.
De aquella famosa tertulia de la no menos histórica imprenta de Carrera salió efectivamente, hace poco más de dos siglos, ese monumento documental y literario conocido por el largo título de «Conversaciones históricas malagueñas o materiales de noticias seguras para formar la historia civil, natural y eclesiástica de la muy ilustre ciudad de Málaga».
Con Bejarano Robles otros distintos autores nos han explicado el nacimiento de tan notable obra. Todos ellos la sitúan en 1772 cuando hace su histórico viaje, desde Gibraltar a Málaga, el anticuario inglés Francis Carter, que con sus dibujos tomados in situ y sus morosas y abundantes descripciones publicó en Londres en 1777.
¿Qué papel protagonizó Medina Conde junto a Carter? Sencillamente, el de cicerone, según reconoció el propio viajero. Fue Medina Conde quien le acompañó por toda la ciudad, le mostró todo lo que era objeto de interés y paseó por todas partes entre septiembre de 1772 y julio del siguiente año. De los apuntes que ya tenía elaborados el polémico canónigo y de aquellos otros muchos datos que fueron alumbrados durante la estadía investigadora y pesquisante del notable anticuario, cuando éste puso término a su visita, el canónigo comenzó a ordenar papeles, notas y referencias y se dispuso a publicar en pliegos mensuales las altas memorias documentales de la ciudad que le había acogido años antes.
CAMBIOS IMPORTANTES
A partir de 1812 la plaza va a experimentar cambios sustanciales tanto en su denominación como en la propia estructura y contenido arquitectónico de la misma. En efecto, como consecuencia de la primera Constitución liberal alcanzada en el oratorio de San Felipe Neri (Cádiz, 19 de marzo de 1812) y por disposición de las Cortes allí nacidas, la antiquísima plaza de las Cuatro Calles se bautiza con el nombre de Constitución. Mas dicha denominación sobrevivirá hasta dos años después, toda vez que en 1814, vuelto a España Fernando VII, recibirá por nuevo título y a la trágala el de plaza Real. Seis años más tarde, al producirse en Cabezas de San Juan la sublevación del general Riego, se manda quitar el rótulo de Real y se vuelve al de Constitución.
La anécdota la protagoniza el Ayuntamiento, que harto de quitar y poner lápidas marmóreas con lujosas inscripciones de oro, deja en distintas esquinas de la plaza sendas placas con los rótulos de «Real» y «Constitución», respectivamente, previendo que uno de los dos, de acuerdo a la forma en que se comportaba la ciudadanía, habría de valerles en cualquier momento.
Pero se vuelve a cambiar de nombre. Muerto Fernando VII, jurada ya por las Cortes de Castilla reina de España Isabel II, ejerciendo en el entretanto de reina gobernadora su madre, María Cristina de Borbón, prima y viuda del nefasto, la plaza toma de nuevo nombre en 1834 y pasa a llamarse de Isabel II. Ello duraría escasamente un año. En el verano de 1835, al producirse las revueltas contra el ministro Toreno, la milicia formó sus filas en el lugar, y dando numerosos vivas a la libertad suprema antigua y tradicional vocación malagueña validó con prisas y sin sonrojo la lápida «Constitución» que previsoramente el Ayuntamiento no había suprimido de una de las esquinas de la plaza. Por si ello fuera poco, durante las fiestas de la Virgen del Carmen del año 1836, al producirse en Málaga el primer estallido contra la reina gobernadora que contagió a otras provincias españolas y concluyó con el Motín de los Sargentos en la Granja de San Ildefonso, haciendo firmar a la soberana la publicación de la Constitución del año 12, los malagueños se dirigen al rótulo «Real», lo quiebran y hacen desaparecer para siempre.
Como plaza de la Libertad se le designa durante el breve periodo que va desde septiembre de 1868 (destronamiento y exilio de Isabel II) al advenimiento de la I República (1873), en que se la bautiza con el nombre del nuevo evento político. Pero la gente de Málaga ya se había acostumbrado a designarla como plaza de la Constitución, de manera que a partir de ahí y en las dos ocasiones que se cambia de nuevo su nombre ya en el siglo XX (plaza del 14 de Abril en 1931 como homenaje a la II República, y de José Antonio Primo de Rivera en 1937, en memoria del fundador de la Falange), los cambios de rotulación ya no sirven: la plaza ha sido ya consagrada definitivamente como de la Constitución, y el pueblo, al referirse a ella, no tiene en cuenta los nuevos títulos sobrevenidos.
Trasladada en el primer decenio del siglo XIX la fuente de Génova al extremo occidental de la Alameda, la plaza perdió su más clara seña de identidad. Los tres siglos de presencia de aquel monumento en el centro de la misma fue difícilmente aceptado por la mayoría ciudadana. Pese a ello, y en virtud de los nuevos planes municipales, el Ayuntamiento no tuvo en cuenta las protestas vecinales. En realidad, una vez más las familias principales que a partir de entonces eligieron la Alameda como residencia empujaban para que el amueblamiento urbano tuviera allí unos acentos de especial delicadeza y refinamiento. Y la fuente de Génova o de Carlos V los tenía sobradamente.
A partir de 1835 y hasta 1860 se producen grandes y definitivas transformaciones en la plaza. En el primero de los años aludidos se consigue el total derribo de la antigua cárcel, cuyas construcciones sustitutivas permiten diseñar y abrir el psaje de Heredia, de carácter peatonal; y en cuanto al segundo, conseguida la demolición del edificio del Ayuntamiento, sobre el solar resultante el arquitecto Gerónimo Cuervo realiza el nuevo y definitivo ordenamiento de su frente oeste, que de manera fundamental se conserva igual en nuestros días.
En 1837 se efectúan obras para la reposición del pavimento de la plaza, tarea que hay que repetir cinco años despúes dado que es necesario hacer reparaciones en las conducciones del subsuelo. En 1851, conseguidos los desamortizados terrenos del convento de Agustinas por quien había sido gobernador civil y militar de Málaga, Antonio María Alvarez de Quindós y Gutiérrez de Aragón, se construye el pasaje de Alvarez (más de un siglo después bautizado como de Chinitas), al que le da su propio apellido. Este popular pasaje puso en comunicación las calles Santa María, Fresca y del Toril (actual de Nicasio Calle) y se conserva en líneas generales con el diseño y traza primitiva.
Con la desaparición de las casas consistoriales y la cárcel se pierde un poco el uso ciudadano que hasta entonces había tenido el lugar; y lógicamente, el nacimiento de los pasajes de Heredia y Alvarez permiten la instalación de negocios más modernos, de nuevas tiendas a la moda como la Abaniquería del Marqués de Colomina en 1840, luego Casa Páez; el célebre Café de la Loba, del duque de Fernán-Núñez, dedicado a restaurante durante las horas del día y a templo de flamenquerías por la noche; o el Café de España y el de Chinitas, entre otros locales de concurrencia, que desarrollan en la plaza y en sus inmediaciones una actividad comercial distinta a la de decenios anteriores.
Estando ya en la Málaga de 1870 el arquitecto laredano Joaquín de Rucoba, se le encarga tres años más tarde un proyecto monumental para ser levantado en el centro de la plaza como homenaje popular a la memoria de los ciudadanos muertos en los enfrentamientos callejeros a comienzos de 1869 y 1872, es decir, después de la revolución de septiembre de 1868 y en los acontecimientos dramáticos que precedieron a la I República.
Proyecto que se pretendía llevarlo a cabo mediante suscripción popular entre todos los malagueños dispuestos a ello, a su realización se opuso abiertamente una buena parte de la burguesía dominante en Málaga. Tanto, que la familia Heredia, representativa de los clanes políticos y económicos del momento, al recibir el encargo de realizar en su ferrería La Constancia tan importante trabajo, declinó tamaña distinción edilicia con el pueril argumento de que sus instalaciones carecían en absoluto de las técnicas necesarias para ello. Los Heredia ni tampoco los Larios habían olvidado las cosas sucedidas en la Alameda Principal en septiembre del 68, cuando sobre todo el país levantó sus alas «La Gloriosa». Días de tumultos callejeros y persecuciones a los patronos, los obreros de la Industria Malagueña llevaron el miedo a los palacios de la Alameda Principal, y una vez en ellos buscaron a sus principales inquilinos en un intento de desatar sobre ellos antiguas y contenidas iracundias populares.
Consistía el aludido proyecto en una columna de hierro fundido y colado, en cuyo remate se proyectó la estatua de una mujer que simbolizaba a la República. Rodeando a la escultura se habían previsto, en disposición circular, grandes farolas de gas en forma de piñas. El proyecto, pese a ser presentado con la aprobación de la correspondiente comisión de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, no llegó a ejecutarse dada la corta duración del primer periodo republicano.
FUENTE DE LAS TRES GRACIAS
Fallido el proyecto de monumento a la República, y siendo alcalde de la ciudad don José Alarcón Luján, se encarga en 1878 al ingeniero municipal José María de Sancha la realización de otro distinto que contemple el rebaje de nivel del centro del cuadrilongo sin perder de vista la posibilidad de que, en sustitución del lugar dejado libre por la antiquísima fuente de Génova se pueda proyectar otra de carácter modernista.
El cabildo municipal no sabe exactamente qué instalar en el centro de la principal plaza de Málaga, e, intentando acertar con la decisión, y puesto que los Heredia ya dijeron en el caso del obelisco a la República que La Constancia carecía de la necesaria técnica para realizarlo argumentación que nadie creyó entonces, dirige sus gestiones hacia la fundición del maestro francés A. M. Durenne, que desde Sommevoire remite a Málaga el oportuno diseño y proyecto.
Consistía en una fuente en bronce de enorme pilón inferior, otro intermedio y una taza ática de diámetros decrecientes rematados por un surtidor que lanzaba desde lo más alto, pulverizados, chorros de agua que descendían de un plano a otro hasta almacenarse en gran abrevadero a ras del suelo. Entre la taza superior y la intermedia se situarían tres ninfas: por esta razón los malagueños, rápidos en motejar de urgencia, les llamaron las Tres Gracias. Es una interpretación que surgió de una cartela que Durenne fijó bajo la ninfa frontal, en la que se leía la palabra «Seine»; la simbología que se le atribuyó a cada una de las ninfas fue la representación de tres ríos franceses.
Tan monumental fuente lució en la plaza hasta poco después de 1891, en que, inaugurada la calle Larios, su emplazamiento desequilibraba el cuadrilátero urbano en relación a la que sería primera arteria de la ciudad a partir de dicho año. Por ello, y tras el correspondiente acuerdo municipal, se traslada la fuente de Durenne a la explanada portuaria, actual plaza de la Marina, la cual era designada entonces con el nombre del político Suárez de Figueroa.
En 1902 el Ayuntamiento encarga al arquitecto Tomás Brioso la redacción de un proyecto ornamental. Nace el que con fortuna popular fue bautizado como el Sonajero, por la similitud que tenía con el clásico primer juguete de los bebés de la época. Izado sobre un basamento de piedra caliza de Teba, la monumental farola de hierro tenía cuatro brazos que sostenían otros tantos puntos de luz, más un quinto en el remate, y todos ellos rodeados de artísticos adornos florales en hierro colado. Esta monumental farola fue trasladada de la plaza a la barriada García Grana al final de los años sesenta del presente siglo.
Por fin, y como último cambio efectuado en el mobiliario artístico central de la plaza, un poco en recuerdo a la fuente de las Tres Gracias que allí existió y que hoy se encuentra en la plaza del Hospital Noble el Ayuntamiento que presidía Francisco García Grana acuerda encargar al escultor Adrián Risueño la realización de la actual fuente labrada en piedra. Ella representa el último cambio en el adorno de la plaza, síntesis final de cinco siglos de historia urbanística, arquitectónica y humana de la que fue primera plaza malagueña.
Desde el recuerdo que en muchos de nosotros suscita la plaza en tiempos navideños durante los años de la Tómbola Diocesana de Caridad y sus puestos de juguetes populares; la tribuna central de Semana Santa con sus gentes y animación; el espectáculo del paracaidista que hacía publicidad de un conocido licor arrojándose a la plaza desde el tejado del Café Central; los altares del Corpus Christi o las masivas y animadas citas ciudadanas a propósito de algún notable acontecimiento, la plaza sigue siendo la de la Constitución. La entrañable plaza de Málaga.
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