Carmen y Fina, en la terraza de su residencia. salvador salas

Vencer al coronavirus con cien años

A Fina la dieron por muerta pero superó la enfermedad, «una rachilla mala». Carmen se sobrepuso al aislamiento. Ambas tienen más de un siglo: «Epidemias siempre ha habido»

Domingo, 1 de noviembre 2020, 01:57

«¿Cuento mi vida ya o no la cuento?», pregunta Carmen, impaciente. A los cien años no hay tiempo que perder. Llega en andador a ... la terraza de la residencia Orpea, en Rincón de la Victoria, su casa desde hace meses. Sabe que es la anfitriona: «¿Habéis visto qué bonita es la capilla?». Detrás viene Josefina, Fina, que este domingo cumple 101 años. Se ha retrasado porque ha decidido cambiarse de vestido a última hora, un detalle que no sorprende a quienes la conocen. «Es muy presumida», confirma una trabajadora. Carmen irrumpe de nuevo: «Aquí son todos estupendos. Nos tratan de maravilla. ¿Me vais a dejar decirlo?». Ambas nacieron en plena pandemia de gripe, hace más de un siglo. Sufrieron la Guerra Civil y el zarpazo de la viudedad, tuvieron familias numerosas y se dejaron la piel trabajando dentro y fuera de casa. Ahora, un cambio de milenio y moneda después, conviven a regañadientes con el coronavirus, que tampoco las ha tumbado. Y no será porque no lo haya intentado.

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Fina enfermó en marzo, cuando se produjo el primer estallido de casos. Necesitó oxígeno durante semanas. Manuel, uno de sus nietos, recuerda que la familia se había preparado «para lo peor» por indicación médica. Pero su abuela no cumplió el pronóstico y superó la infección. Recuperada, apenas arrastra secuelas leves en la garganta y la piel. «Una rachilla mala», resume ella, quitando importancia. Carmen, su colega de mesa en los almuerzos, la mujer que tira de refranero para evitar las lentejas «porque no me gustan nada», no llegó a contagiarse pero tuvo que ser aislada en una habitación. No había peor castigo posible, acostumbrada como está a hablar por los codos. Pero también ganó la batalla emocional, y cognitiva a su edad, del confinamiento; se obligó cada mañana a apuntar en qué día estaba, como quien arranca las hojas de un calendario maldito, y a dibujar. Algunas veces pintaba mascarillas. Otras, escenas surrealistas como una televisión sobre un árbol. «¿Qué pasa?, ¿es que no puedo?», responde a su hijo Rafael cuando le pregunta extrañado por la imagen.

La lucidez permanece intacta. Carmen recita sin titubeos las fechas importantes: nació el 16 de enero de 1920, en el número 20 de calle Montaño. «Pero de casualidad, ¿eh? Que yo siempre he sido de la Victoria». Se casó en 1947 con Juan, un amigo de su hermano. Tuvo suerte, pero más de cincuenta años después aún es consciente de que la moneda podría haber caído del otro lado: «Mi padre era aparejador de obra. Mi madre, ama de casa. Estaban muy unidos. Se sentaban uno frente a otro y ahí pasaban las tardes. Yo creía que todos los matrimonios eran así. Aunque el mío también fue bueno». La historia de Fina arranca algo más lejos, en Melilla, donde creció. «Estoy un poco sorda», se disculpa cuando no oye del todo alguna pregunta. «Que de qué trabajaste allí», interviene Carmen antes de escuchar a su amiga, que durante años preparó galletas y bizcochos en la fábrica La Ideal, en el antiguo barrio industrial de Melilla: «También hacíamos dulces navideños. Estuve mucho tiempo. Antes se cogía un trabajo y duraba».

Llegó a Orpea hace cinco años, cuando murió su hija Pepa, con quien vivía en El Limonar. Lo recuerda como si hubiera ocurrido ayer, aún con el nudo en la voz y los ojos acuosos. Fue un infarto. La vida no ha sido fácil. Se quedó viuda con 53 años. También su hermana falleció joven, con 49 años. Pero el dolor de perder a una hija no tiene nombre. «Mi niña», la sigue llamando. «Mi madre y ella», explica su nieto, «eran uña y carne». Pero Fina recobra enseguida la compostura para imponerse la esperanza como actitud: «Me queda mi hijo Paco, que está muy bien casado». El virus no ha podido con ella, pero le ha arrebatado la alegría de ver a sus bisnietos correteando por la terraza de la residencia. Con la tecnología no se entiende, aunque su ligera sordera no es el mayor de sus problemas. Ahora tiene que desplazarse en silla de ruedas: «Estaba con mucha salud antes de esto. Ya tengo las piernas regular. Las cosas de los años».

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Fina y Carmen, conversando. Salvador Salas

Carmen, más explosiva, pasó por un par de residencias hasta que encontró plaza en este centro axárquico con vistas al mar. Iba a ser algo temporal hasta que su hija volviera de Cataluña, donde tuvo que mudarse por un tiempo. Pero cuando regresó, fue la propia Carmen quien planteó la posibilidad de quedarse en Orpea. «Es muy independiente, siempre nos decía que no quería estorbar. Un día nos preguntó qué nos parecería dejarla aquí», recuerda su hijo Rafael antes de confesar entre risas el argumento que empleó para convencerlos: «Nos dijo que tenía dinero para pagárselo y le respondimos que también estamos nosotros para ayudar si hace falta». Su condición de hermana mediana en una familia de diez miembros la obligaba a sacarse las castañas del fuego: «Yo tenía siete hermanos, pero uno murió y me quedé con tres por arriba y tres por abajo, así que me daba igual por dónde empezaran mis padres que nunca me tocaba la primera. Por eso tengo este carácter».

Sólo aparca la alegría cuando le preguntan por la Guerra Civil. «De la guerra no quiero hablar, pero si tengo que hablar, hablaré», anuncia como avisando de que se han acabado las bromas: «Sufrimos mucho. Fue horrible. Yo vivía en Ciudad Jardín y oía disparos. Cuando pregunté, mi madre me contó que estaban apiolando en Martiricos. ¿Sabes lo que es apiolar? Yo vi pasar hombres a los que iban a matar. Un profesor de Historia decía que lo último que podía ocurrirle a una nación, lo peor, era una guerra civil. Y la vivimos». Aquella experiencia la marcó tanto que acabó dedicándose a la enfermería: «Hice unos cursos y me puse a trabajar con mutilados de guerra. Lo voy a decir claramente. He visto a mutilados que se han quedado sin la parte principal del hombre, ¿me entiendes?». Pero Carmen no lleva días decidiendo qué ponerse para acabar recordando penas. Espanta la conversación de un manotazo: «A mí me gustan mucho los refranes. ¿Sabes cuál es mi favorito? Haz el bien y no mires a quién».

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Fina se resiste a decir su edad. «Pero el reportaje va de eso», insiste una trabajadora. «Mi abuela es muy coqueta», defiende su nieto. Nació en Uchda, al norte de Marruecos, por entonces bajo protectorado francés. No estaba planeado. Sus padres, Presentación y José María, procedentes de Almería, tenían previsto viajar hasta América para ganarse la vida como parte de la voluminosa emigración española que abarrotaba los buques transoceánicos en aquella época. Pero su barco se averió y pusieron rumbo a Melilla vía Orán, en Argelia. A mitad de camino entre Orán y Melilla, ya en carretera, Presentación se puso de parto. Aunque hoy cumple 101 años, en su documentación figura que tiene un día más. «Cuando alguien del Ayuntamiento llegó a casa porque estaban haciendo el censo», cuenta su nieto, «mi abuela le dijo que había nacido el último día de octubre de 1919». Pero el funcionario no recordaba cuántos días tenía octubre y volvió a preguntar. «No sé», respondió Fina: «Yo nací el último día de octubre, por la noche». El hombre apuntó el 30, por si acaso. El año pasado, cuando cumplió cien años, le organizaron una fiesta. Ahora está nerviosa «por si no sé responder a las preguntas». Manuel la tranquiliza: «No es un examen, abuela. Los exámenes ya los has pasado todos».

«Yo también tengo cien», reclama Carmen, que durante veinte años vivió en Alozaina, destino de su marido, que había estudiado magisterio. «He tenido tres hijos. De cada hijo, tres nietos, y ya voy por la sexta bisnieta. Cuando les ponen nombres de la familia me da mucha alegría», repite orgullosa. Fina se casó en 1946 con Joaquín, que trabajaba en un concesionario de coches, y no se queda atrás: tiene seis nietos y trece bisnietos. Ambas se han pasado la vida trabajando. «Polvo somos y en polvo nos convertiremos», exclama Carmen, que trufa la charla de frases bíblicas, refranes y reflexiones existencialistas sin inmutarse: «Sabemos que estamos aquí, pero no sabemos por qué. ¿O tú lo sabes?». Ana, su compañera de habitación, asiente. «No nos hemos peleado ni una vez», cuenta Carmen. «La quiero mucho. Para mí es como una tía», añade Ana, de 81 años, en un comentario que Carmen recibe cariacontecida, como si acabara de darse cuenta de que tiene casi dos décadas más.

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Fina tiene 101 años y Carmen, 100. Salvador Salas

Las cubren de piropos. «Están estupendas», felicita otro trabajador. «No sé si estoy estupenda», contesta Carmen: «Si quieres que te diga la verdad, a veces se me va la cabeza. Pero otras veces me acuerdo tanto de las cosas antiguas... Ya he cumplido un siglo, ¿lo sabes?». El coronavirus ha trastocado la vida en la residencia, ahora sometida a estrictos protocolos para prevenir contagios. «Epidemias siempre ha habido», apostilla Carmen, que lidera pequeñas rebeliones entre sus compañeras en almuerzos y cenas: «Les digo que coman lo que quieran. Y lo que no, pues no. A mí me gusta mucho la tortilla, la comida española. Aquí nos ponen cosas que podemos comer las personas mayores, sin especias».

Fina sigue preocupada por si ha elegido el vestido correcto. Es una de las seis mujeres que con más de cien años han superado el coronavirus en la provincia de Málaga, según el Instituto de Estadística de Andalucía. También hay un hombre. Son los supervivientes más longevos de una infección que se ceba con los mayores. «Para nosotros es un ejemplo de vida», sostiene su nieto. Su inmunidad no la libra de la mascarilla, de la que tampoco se queja. La mayor expresión de lamento que le pueden arrancar es sencilla como ella: «He pasado unos meses regulares».

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Acaba la sesión de fotos. «¿Ya?», pregunta Carmen: «Hazme una con mi hijo». A Fina también le sabe a poco: «Pregunta lo que quieras». Tienen muchas historias que contar. Las que caben en un siglo.

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