Sarah, al fin con su madre en la sede ñito salas

Refugiada y víctima de trata: «Pensaba que no tenía derecho a la alegría»

Sarah tiene 28 años, un hijo de 5 y una vida marcada por el abuso desde que era una niña. La huida de una red que la explotaba y de su Costa de Marfil natal dibujan esta historia que, al fin, tiende a la esperanza

Sábado, 19 de junio 2021, 01:07

En muchos países africanos, cuando un padre de familia muere y la viuda no tiene recursos para salir adelante, los hijos son entregados a ... la familia extensa para que el varón al cargo dirija su cuidado y protección.

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A Sarah –nombre escogido, pero historia no–, aquel momento le llegó a los 9 años. También el de descubrir que ese tío con el que la enviaron marcaría el principio de una historia atroz y el fin de la niñez.

Sarah, que hoy tiene 28, cuenta su historia a trozos, como queriendo coser los jirones de unos recuerdos que –dice– «de repente aparecen y no se pueden cambiar». Viste camisa alegre, con colores de raíces africanas, aunque la procesión oscura vaya por dentro. La de la huida de su Costa de Marfil natal comenzó a los 16, después de encadenar los problemas en casa «que me hicieron la vida muy difícil» y varios trabajos en restaurantes como ayudante de cocina: «Un día un señor me dijo que había trabajo para mí en Burkina Faso; que me pagaba el billete». Pensando que todo sería diferente, Sarah se embarcó en un viaje que le abrió las puertas a algo «mucho peor» que lo que dejaba atrás.

«Cuando llegué me encerraron en una casa con muchas chicas como yo». La joven se rompe y le pide a Carmen Rueda, su abogada «y mi segunda madre en España», que siga por ella.

–«Allí las explotaron con clientes, manteniendo relaciones cuando exigían y en condiciones de esclavitud. Ni dinero, ni posibilidad de elegir», explica Carmen sin entrar en detalles pero poniendo el foco en una red de trata que no sólo las tenía amenazadas a ellas; también a las familias que las chicas habían dejado atrás. En el caso de Sarah, a su madre.

Ella aguantó «un año y unos meses», hasta que un cliente «con una gran influencia en el país» estableció un vínculo con la joven al margen de la casa donde las explotaban. «Comenzó a organizar mi salida clandestina y un día me reclamó para un servicio fuera de allí. Lo tenía todo organizado para que yo pudiera escapar hasta Mali, de allí a Mauritania y finalmente a Marruecos». Sarah retoma el pulso de su historia y habla de esa huida contrarreloj que duró semanas y que la obligó a estar escondida «las 24 horas, porque al escapar dejé una deuda y tenía miedo a que me encontraran».

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Lo logró a la tercera

Ya en el país vecino, se refugió en casa de una señora con la que había contactado su antiguo cliente para que la ayudara a dar el salto a España: «Me dijo que sería buena idea pasar por la frontera a Melilla, escondida entre las mujeres que van y vienen con mercancías». Lo consiguió a la tercera, el 31 de diciembre de 2014. Acababa el año y también la vida de antes. «Era como una señal. En España podía empezar de nuevo», se dijo Sarah sin intuir, entonces, que la mujer que la ayudó querría cobrarse el favor con creces: «No sé como lo hizo, pero me localizó y me dijo que aquello no había sido gratis, que le tenía que dar 5.000 euros».

Recién llegada, sin papeles y sola, ella ya había contado su historia en el CETI de Melilla y los técnicos que la asistieron le sugirieron que pidiera asilo en España. «Estaba amenazada con que iban a denunciarla y a devolverla a Costa de Marfil; y localizaron a su madre, que tuvo que abandonar su ciudad», interviene Carmen, responsable del área jurídica de CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado) y a cargo de la historia de Sarah desde que llegó hace siete años a Málaga derivada de Melilla.

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La amenaza y la presión de la deuda la obligaron a hacer «algunos trabajos» que no fueron suficientes para saldar cuentas. Así que tocaba huir de nuevo. Ahora, además, lo hacía embarazada de un compatriota al que conoció en Málaga pero del que no volvió a saber «nada más». Su bebé nació, cuatro meses después, en Francia: «Allí no tenía nada, me permitieron quedarme en el hospital una semana porque si no me tenía que ir a la calle con mi hijo. Me dijeron que me lo quitarían», solloza Sarah antes de hacer protagonista de su historia a un trabajador social de CEAR en Málaga que no había perdido el contacto con ella y que la convenció «para que volviera».

Aquella llamada marcó un antes y un después en su vida, hasta el punto de que hoy, casi cinco años después, la joven ha asumido que más allá de la protección administrativa y esa ayuda que fue llegando, hay cosas más pequeñas que puede permitirse. También más importantes:

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–«Pensé que no tenía derecho a la alegría».

Ahora es Carmen la que se rompe al escuchar a Sarah.

Lo hace también cuando recuerda el trabajo intenso en el expediente hasta que al fin su protegida obtuvo la condición de refugiada para ella y su hijo, que está a punto de soplar cinco velas. Pero la burocracia dejaba sin protección al otro punto débil de la historia: la madre, aún escondida por la deuda que dejó su hija en Burkina Faso. «Iniciamos entonces los trámites para la extensión familiar –la reagrupación–, que es muy complicada porque la legislación normalmente contempla a cónyuges y a hijos, no a los ascendientes», explica la letrada.

«Mi madre no sabe leer ni escribir, tiene dificultades para trabajar y está en una situación vulnerable», añade Sarah, hoy feliz porque tiene un trabajo estable de cocinera, porque en la moneda salió al fin 'cara' y porque el pasado jueves volvió a abrazar a su madre. Ahora, para siempre. «Lo he tenido todo tan complicado en la vida que pensé que no iba a volver a verla. En estos días le he dicho muchas veces: ¿pero eres tú la que está sentada ahí? ¡Y no me lo creo!». La entrevista, de hecho, arranca con ella a su lado, pero Sarah le pide que se marche: «Ella no sabe nada de lo que me ha pasado. A veces me pregunta pero no se lo cuento; sé que lloraría mucho», resuelve la joven en un gesto de protección que al menos salve a su madre, convertida en la protagonista involuntaria de una de las cientos de historias que saltarán mañana a la primera línea con motivo de la celebración del Día Internacional del Refugiado.

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«Yo no pude elegir por mí, pero por ella sí... ¿y sabes qué? Que vuelvo a sentirme una niña a mis 28 años, es como si todo hubiera dado marcha atrás y al fin tuviera una oportunidad». La inmediata: matricularse en el instituto Gaona para completar la ESO y formarse como técnico de integración social. Para que otros como ella sepan que, de entre todos sus derechos, también está el de la alegría.

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