De izquierda a derecha, Mari Carmen Espinosa, Victoria Campos, Pepita Mesa, Loli Iglesias, Rosario Ramírez y Ana Casado se reúnen a diario para merendar en la cafetería De la Mota Café. salvador salas

El coraje de una generación a prueba de todo

Con los centros sociales cerrados, los mayores se reinventan para sobrellevar la pandemia y no caer en el desánimo y el aislamiento

Martes, 3 de noviembre 2020, 00:23

Rozan los 90 y cada arruga es un pasaje de sus biografías. Se curtieron en calamidades y aprendieron a exprimir cada capítulo feliz de sus ... vidas. De la adversidad hicieron callo y hoy sacan fuerzas de flaqueza para mirar de frente a la pandemia. Son los más vulnerables al contagio y los que más riesgo tienen de sufrir complicaciones con el Covid-19. Por eso, viven con extrema prudencia y algo de miedo, pero tiran del coraje y la determinación de otras épocas para seguir adelante. Las medidas de protección adoptadas por las administraciones frente al coronovirus y los cierres de centros sociales y deportivos han acabado con el que, hasta ahora, era su bálsamo para la soledad y el aislamiento, pero están convencidos de que este terremoto, que ha sacudido su bienestar, pasará. «Esto es una guerra sin tiros, en donde uno muere sin poder defenderse, porque no ve venir al enemigo y, eso, es lo que da realmente miedo», explica con extraordinaria lucidez Enriqueta Arias.

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A sus 88 años vive sola en un primer piso sin ascensor en el barrio de Portada Alta, aunque eso no le impide salir a diario a «hacer los mandados». Pasa gran parte del día leyendo, porque a ella lo que le gusta es «saber». «Me quitaron muy pronto del colegio y aprendí solo las cuatro reglas, pero no podía vivir con eso y empecé a ir a la escuela de adultos». Nunca la dejó, aunque en ocasiones acudiera de forma intermitente.Le apasiona la Historia, la Geografía y las Matemáticas y tras leerse una saga de seis libros, con mil páginas cada uno, sobre el origen del hombre ya se prepara para empezar la novela histórica 'Los Pilares de la Tierra', del británico Ken Follett. Hasta el día antes de que se decretara el estado de alarma estuvo yendo al «colegio», donde de 9.00 a 11.00 aprendía cultura general, pero donde también compartía experiencias con otras 20 personas y salía de excursión. «Es lo que llevo peor; echo mucho de menos esos ratitos con mis amigas», confiesa Enriqueta.

Ahora esa labor de acompañamiento la realiza Carmen María Mártir, estudiante del doble grado de ADE-Derecho que presta su tiempo en la Fundación Harena, que en lo que va de año ya ha atendido a 1.049 personas mayores con la ayuda de 905 voluntarios como Carmen María, que siente a Enriqueta como parte de su familia. «He tenido mucha suerte, es una persona muy buena, que se hace querer», declara la joven. Ambas salen una vez por semana a pasear y a merendar mientras se cuentan «sus cosas». «Me gustaría que fueran más días, porque si ella supiera cuánto bien me hace… Es una obra de misericordia. Si fuera joven, la que se haría voluntaria sería yo», apostilla Enriqueta.

En la provincia de Málaga, hay cerca de 70.000 personas con más de 65 años que residen en sus hogares sin ninguna compañía. Únicamente en la capital, hay 24.000 mayores que viven solos. Es el caso de Julián Fernández. A sus 84 años presume de una salud envidiable. «Estoy seguro de que llegaré a los 90», aventura Julián que, pese a las circunstancias, hace una vida «completamente normal». «Aunque mi hija viene todos los días y me trae la comida, yo suelo ir al supermercado y hago las cosas de la casa», relata. Lee, escucha la radio y, sobre todo, escribe. Ya prepara la edición de un libro de poemas. «Hay que seguir adelante; no le tengo miedo a nada», sentencia.

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Pero, soledad y epidemia no siempre conjugan bien. «Puede pasar factura a la salud física, al restringirse la movilidad, pero también a la salud emocional (por el sentimiento de miedo, el distanciamiento físico o la retracción social) y a la cognitiva, donde las consecuencias han sido devastadoras en algunos casos», constata el geriatra José Antonio López Trigo. José (89 años) es una muestra de ello. Lleva ocho meses sin poner un pie en la calle. Literal. «Le ha cogido un miedo atroz al virus y no hay forma de sacarlo de la casa. Cada vez se entretiene menos y lo veo más apático y tristón. No me atrevo a darle un beso, ni abrazarlo por el miedo a pegarle algo, pero ese contacto físico es fundamental», asegura su hija Encarnación Rivas. Su dedicación a los mayores va más allá de su progenitor, porque saca horas del día como voluntaria para escuchar a otros ancianos.

Desde hace ocho meses, al otro lado del teléfono siempre encuentra a Sacramento Oliver (89 años), a la que un día espera conocer en persona, «porque ella me necesita, pero yo la necesito más», asegura Encarnación. Tras cuatro abortos, Sacramento nunca logró tener hijos y de 12 hermanos que eran, la única que sobrevive es ella. Lo hace sola desde que enviudó hace 24 años, pero con un admirable arrojo para encarar la vida. Ahora pasa los días sin salir para no correr riesgos. «Sufro asma y me da recelo el virus; es mejor quedarse en casa. Es lo que nos ha tocado vivir y a mí no me viene grande. He aprovechado estos meses para escribir un libro de mi infancia y ahora ya voy por el segundo, que es sobre mi adolescencia», admite Sacramento, a la que le falta día para limpiar, cocinar y, lo que más le gusta, coser «los arreglos» que le lleva una sobrina con la que antes de la pandemia solía ir a «tomar un cafelito con churros».

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Enriqueta Arias sale una vez a la semana a pasear con Carmen María Mártir, voluntaria de la Fundación Harena. Ñito salas

Eso es lo que hacen cada tarde Ana Casado (86 años), Rosario Ramírez (87), Loli Iglesias (84), Pepita Mesa (87), Victoria Campos (82) y Mari Carmen Espinosa, que con 74 años es la 'benjamina' del grupo. Seis mujeres arrolladoras, a las que la pandemia frenó en seco. Octogenarias, «pero de alma y corazón como si acabáramos de cumplir 20», bromean. Desde que hace 15 años forjaron una estrecha amistad en el colegio Al-Andalus, adonde seguían acudiendo a hacer distintas actividades antes del estado de alarma, las 'chicas de oro' (así las llaman) se volvieron inseparables. Natación, manualidades, clases de memoria, reuniones en la parroquia, excursiones cada tres meses y un «viaje largo» cada año. Les faltaban horas para mantener cuerpo y mente ocupados. Ahora la agenda está vacía, pero lo último, asegura, es desfallecer. «Si pensamos en lo que sufrieron nuestros padres, esto es gloria bendita», declara Loli.

Inevitable la tristeza

Con tres hijos, ocho nietos y tres bisnietos, asegura que es inevitable estar triste por todo lo que está ocurriendo en el mundo, pero no «apenadas». «Afortunadamente, nuestras familias están bien», confirma aliviada. Junto a ella está Rosario, una superviviente desde que con cinco años quedó huérfana de padre y madre. «Tengo más cornadas dadas que El Cordobés», desliza Rosario, que con 32 años quedó viuda, tras solo siete años de matrimonio, y con dos hijos a cargo. La desgracia seguiría acompañándola, ya que años más tarde y después de una dura vida de trabajo, fallecería su hijo de forma repentina con 40 años de un infarto al corazón. Por todo ello, sabe lo que es sufrir, pero también que la travesía por el desierto llega a su fin. Ella se apoya en su hija, su yerno y sus tres nietos, pero también en ellas, sus amigas inseparables para sobrellevar las carencias que impone el momento.

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«Superhombres» en la era del Covid-19

Dice el geriatra José Antonio López Trigo que los mayores con 80 y 90 años son «superhombres» y «supermujeres», que no han vivido antes el Covid-19, pero que llevan mucho pasado. «Una Guerra Civil, penurias económicas, enfermedades... Se han criado en los esfuerzos adaptivos y eso les hace fortísimos», declara el especialista. «Son tan generosos que el miedo que sienten a veces no es por ellos, sino por sus hijos o nietos». Pero ese temor está y para combatirlo, López Trigo recomienda que, en lo posible, hagan una vida normal, se relacionen y estén bien informados. «Cargarlos de razones, con información directa y comprensible y siempre por parte de hijos o profesionales en quienes ellos depositan su confianza», apunta.

La situación obliga a reinventarse y si clausuran los centros de mayores, ellas buscan alternativas. Cada tarde sin falta (también algunas mañanas) se reúnen en la cafetería De la Mota Café, en la calle Martínez Maldonado, para ponerse al día. Menos de política, hacen repaso de casi todo. «A mí, estas reuniones me dan la vida», confiesa Rosario. «En la casa, nos asfixiamos», abunda Ana. Entre todas se apoyan, porque como dice Mari Carmen: «De ánimo, estamos mejor que físicamente y socializar nos hace mucho bien». Todo en ellas es coraje y determinación. No hay una queja, si acaso, un lamento general por no poder ver y abrazar todo lo que quisieran a sus nietos. «A veces, cuando los padres no se dan cuenta, corren a abrazarme y yo me dejo. Lo siento, pero no lo puedo remediar», admite Pepita.

Y ese positivismo y buen humor actúan de imán a su alrededor. «Nos damos tortas por atender su mesa», asegura el encargado de la cafetería José Miguel Guirado, mientras sirve ración de churros para todas. «Así da gusto trabajar, siempre de buen humor y una sonrisa en la cara. Jamás las he escuchado quejarse por nada. Pocas clientes tengo con esa vitalidad y buen humor», detalla Guirado.

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Del cierre de talleres y centros sociales dan fe también Juan Montenegro (74 años) y Manuel de la Torre (72), ambos residentes en La Roca desde hace más de 30 años. «Nosotros vimos como arrancaban el primer pino para hacer el centro social del barrio», recuerda Montenegro. Un centro que permanece abierto, pero que han dejado de frecuentar. «Nos gustaba ir a tomar café y a charlar un rato, pero la cafetería la cerraron y ya no tiene mucho sentido. Aunque sigue habiendo alguna actividad, ya nada es igual a antes de la pandemia», lamentan a unísono.

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