Imagen actual de la heladeria Lauri en calle Bolivia.

Los helados de la felicidad

La mítica Lauri lleva sesenta años en calle Bolivia refrescando el verano y endulzando la realidad

Pablo Aranda

Viernes, 29 de agosto 2014, 00:47

La felicidad no es tan complicada. Que se lo pregunten a un niño al pasar por la puerta de una heladería. Al niño y al ... adulto, ¿para qué engañarnos? En La vida es bella Roberto Benigni lo expresó con sencillez: «¿Cómo hacerme feliz? Con un buen helado de chocolate, quizá dos. Un paseíto juntos y que pase lo que tenga que pasar». Porque el helado representa el deseo, el placer, la imaginación, la memoria ¿Qué sería de los veranos sin los helados? Ese producto que nos reconforta no sólo el paladar, también algo más profundo, capaz de transmitirnos felicidad, la misma que siente un niño con un cucurucho de vainilla u otro sabor, ese momento despreocupado en el que uno disfruta con un buen helado. Un helado de Lauri. Porque no todos los helados son iguales, como las vidas.

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Eliseo Lauri y su mujer Juana Brotons abrieron esta mítica heladería el 12 de mayo de 1952. Llegaron de Ibi (Alicante) a ver a la hermana de Eliseo y decidieron instalarse con la familia y abrir Helados Lauri en la Avenida Juan Sebastián Elcano. Por aquel entonces Ibi era la cuna de los primeros heladeros de España, «pero cuando montaron la fábrica de juguetes, la tradición pasó a Jijona», relata Juan Lauri, el hijo de los fundadores, que se ha encargado de seguir con el negocio familiar junto con su hermana Consuelo, y que le gustaría que en el futuro lo siga su hija mayor. Una tradición que comienza con los abuelos, también heladeros, que iban hasta Tetuán a vender helados. «Cuando llegamos a Málaga, todos, mis padres, y mis tres hermanos dormíamos en la heladería y cuando cerrábamos en octubre volvíamos a Alicante porque mi padre trabajaba de maestro tornero para la Casa de Juguetes Payar», cuenta Juan, que lleva desde chico entre los bastidores del negocio.

Las primeras heladeras eran con hielo y sal y el helado se hacía totalmente a mano, sin maquinaria. «Mi padre iba a comprar barras de hielo para las cámaras al Puerto y las cargaba en su bicicleta, más de cien kilos», dice Juan, que sigue: «A veces una de las ruedas se le metía en el carril del tranvía y se caía. Para levantar la bici le tenía que ayudar alguien, y así cada 24 horas, que es lo que duraba el hielo». En la actualidad, el frío se logra mediante el sistema de tanques de glicol, con el que se consigue un frío húmedo mejor que el seco, que es el de las vitrinas. De hecho, la tendencia de las grandes heladerías italianas es volver al sistema de tanques (y no al de vitrinas) porque el helado queda más suave y cremoso. Son características del helado de Lauri. Helados artesanales que se elaboran cada día con productos naturales. Lo artificial o industrial no tiene cabida para esta emblemática heladería, «ya que la buena materia prima es la base de cualquier helado de calidad», señala Juan. Por ejemplo, no se usa leche en polvo ni ningún tipo de emulsión para abaratar el producto, sino que ellos preparan la leche, la pasteurizan, luego la dejan enfriar a cuatro grados, «el reposo es importante», comenta, y por último se manteca añadiéndole el ingrediente que corresponda. Por ese motivo, el famoso helado de fresa lo hacen los meses que hay fresas (de abril a finales de junio), cuando ya no hay fresas, pues no hay helado de fresa. Nada de polvos ni nada similar. Igual sucede con el pistacho o con los sabores de temporada. La mayoría de los sabores son sabores clásicos, como el turrón, la crema tostada o el tutti fruti, porque se rigen por el sistema valenciano, aunque han ido introduciendo sabores nuevos. Pero Juan no sólo hace los helados como los hacía su padre, también los barquillos o la chufa, o el famoso Coyote.

Lo que no hace son las tartas heladas. De ellas se encarga su mujer, Paloma, que pilota la heladería de calle Bolivia con él desde hace más de treinta años. «Siempre buscamos cosas nuevas, por eso en los meses de invierno recorremos las ferias de helados más importantes como la de Rimini o la de Milán», dice Paloma, que además es la encargada de la decoración de la heladería. Un estilo que mantiene la elegancia clásica con toques modernos, cálidos, lo contrario del agradable frío del helado. Juan recuerda que en las décadas de los sesenta y de los setenta, los fines de semana a la vuelta de la playa, los vehículos se paraban en la carretera, en la misma puerta de la heladería, para comprar helados, con lo que se montaba una caravana de aúpa. «Hasta en la radio emitían cuñas para que los coches no se detuvieran enfrente, en plena carretera, pero como no funcionaba, al final tuvieron que poner un policía para organizar el tráfico».

Eso sucedía en un periodo en el que desde Torre del Mar a Málaga apenas había heladerías. Actualmente hay en la ciudad unas 600 heladerías. Un número que parece excesivo. Sin embargo, como advierte Álvaro Guerrero, que lleva acudiendo a Lauri desde hace 40 años, «¿no vas a comparar este helado con otros?» Y es que en Lauri lo que prima es la calidad del producto contra viento y marea. Una enseñanza que Eliseo transmitió a sus hijos por encima de todo. Y es que los Helados Lauri llevan más de sesenta años reconfortándonos el paladar y el espíritu, haciéndonos un poco más felices, endulzando la realidad.

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