Hay algunas normas que nunca deben saltarse si se quiere aspirar a ejercer con un mínimo de dignidad el oficio de contar lo ... que pasa. No quedarse nunca con la primera versión de un hecho, poner el derecho de lector a conocer la verdad por encima de cualquier otra cuestión, no saltarse ningún principio ético para conseguir la información, preservar el secreto de las fuentes, escribir siempre pensando en el interés de los lectores y nunca en los premios o los aplausos que uno pueda recibir por su trabajo, ser lo más discreto posible, huir cuanto se pueda del modelo de periodista estrella, escribir sólo de lo que uno sabe y de lo que le interesa a la gente y nunca de lo que sólo le interesa a los periodistas...
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Entre estos principios, hay dos que son, sin duda, tan fundamentales como los anteriores: mantener distancia afectiva con los protagonistas de los hechos noticiables y en la medida de lo posible nunca escribir en primera persona. Maradona ha sido un personaje tan extraordinario que no encuentro manera de hacer una reflexión en este día tan triste sin saltarme esos dos últimos.
Durante los más de treinta años que llevo en España he intentado en muchísimas ocasiones, creo que sin éxito, intentar hacer entender, cada vez que me lo preguntaban, lo que supone Maradona para los argentinos de mi generación. Los que crecimos bajo una dictadura opresiva que cortaba toda forma de expresión y de acceso a la cultura y sólo pudimos encontrar desahogo y cierta motivo de orgullo en los éxitos deportivos; los que hicimos el servicio militar cuando nuestro país libraba una guerra absurda y desigual contra el Reino Unido; los que celebramos la Copa del Mundo de 1986 como una reivindicación histórica, la victoria de los olvidados frente a los que siempre ganaban fuera del campo y casi siempre también dentro.
Para nosotros, los argentinos de mi generación, Maradona fue mucho más que un futbolista que escapa a cualquier comparación. Fue el que hizo soñar que se podía enfrentar a los poderosos y ganarles en su terreno; el que nos hizo hinchar el pecho de orgullo cuando se enfrentó solo a un estadio completo que abucheaba nuestro himno; el que jugó cuando tenía el tobillo tan hinchado por las patadas que tuvo que hacerlo con calzado varios números más grande; el que siempre se resistió a formar parte del negocio; el que pudo equivocarse con cientos de exabruptos, pero que nunca se equivocó cuando tuvo que elegir bando; el que vivió rodeado de lujos, pero nunca se olvidó de dónde venía.
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Hoy produce cierta tristeza ver la condescendencia con la que a este lado del Atlántico se asiste al dolor de los míos por la muerte de Maradona. Pero ya no aspiro a hacerme entender. Me basta con saber que no me avergüenzan las lágrimas que me acompañan mientras escribo estas líneas.
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