Sr. García .
Cruce de vías

Sopa de letras

Los enemigos invisibles son lo más peligrosos porque no dan opción a defendernos

De niño, no me gustaban las sopas, ni las sémolas, ni los purés. Afortunadamente ya había pasado la edad de tomar papillas. No sé por ... qué detestaba tanto los alimentos líquidos. Tal vez me dejaban con la triste sensación de no probar bocado. Cuando me ponía enfermo tenía siempre la misma pesadilla. Yo andaba por aguas cenagosas huyendo de un enemigo invisible. Los enemigos invisibles son lo más peligrosos porque no dan opción a defendernos. Al subir la fiebre, las aguas se convertían en arenas movedizas y mi cuerpo se iba hundiendo lentamente en esa especie de barro hasta desaparecer. Yo relacionaba las sopas, sémolas y purés con las arenas movedizas que sólo había visto en películas violentas y sueños terribles. ¿Acaso existía algo más desagradable que andar a duras penas sobre un inmenso plato de sémola? Era como caminar por un desierto pálido, espeso, amarillento. Entonces ya tenía pensamientos raros. Veía sombras en la noche. Los niños no son tan simples e inocentes como algunos creen.

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A los diez años conocí a Mafalda e inmediatamente me identifiqué con sus gustos y manera de pensar. Mafalda también odiaba las sopas. Los dos coincidíamos en que no había nada peor en el mundo que tener que tragarse a la fuerza ese brebaje espantoso. No importaba la estación del año que fuera, incluso en verano había que tomar sopa. Una asquerosidad inmunda capaz de amargarnos las vacaciones. Recuerdo a Mafalda preguntar a su madre con voz lastimosa delante de un plato de sopa: «¿Por qué siempre sopa, mamá?, ¿por qué? ¡Si nos queremos!, ¡si vos sentís amor por mí y yo siento amor por vos! ¿Por qué arriesgarte a que naufrague nuestro romance?».

El hecho de tener que acabar por obligación el plato de sopa era lo mismo que cumplir una condena. Los segundos se hacían largos, eternos, como si la autoridad hubiera impuesto un castigo que consistía en obligarme a tragar, cucharada a cucharada, toda el agua del mar. En esos interminables momentos, el mundo se transformaba en un plato sopero redondo y aburrido. También fue a los nueve o diez años de edad cuando descubrí que quería ser escritor y enseguida lo comuniqué a la familia. Creo que mis padres intentaron quitar esa idea de la cabeza obligándome a cenar sopa de letras al menos un día a la semana. Yo ordenaba parsimoniosamente las letras sobre el filo del plato como si estuviera resolviendo un pasatiempo. Me dedicaba a construir palabras y escribir versos hasta que un fuerte golpe de voz exigía que me dejara de puñetas. Lo que en otras palabras venía a decir que ahogara las letras en el fondo del plato y las devorara sin piedad. Yo consideraba la sopa un alimento para peces, personas mayores y bebés. Una papilla para desdentados. Pero estos pensamientos también me los tragaba en silencio.

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