Microrrelatos SUR V Premio Pablo Aranda: textos del 11 de agosto
Envía tus microrrelatos a microrrelatos.su@diariosur.es. No existe límite de edad ni ninguna temática obligatoria, sólo hay que cumplir un requisito: no superar las 150 palabras
Lunes, 11 de agosto 2025, 00:52
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Silvia Ojea Varona
La página que late
Olía a tinta fresca y a salitre. Aquella mañana, al abrir el cuaderno, la ciudad se desparramó entre los renglones: la luz vertical de Málaga, ... los geranios inclinados de la calle Granada, el rumor tibio de la Jábega al rozar la arena. Pablo, todavía niño, lanzó sus frases al papel como quien suelta globos al cielo; se quedaron flotando, azulísimas, esperando lectores. Años después, cuando el cuaderno cayó en mis manos, supe que las palabras no envejecen: basta una mirada para que vuelvan a latir. Por eso hoy escribo estas líneas diminutas, para que tu voz –aunque ya no suene– regrese con la cadencia exacta de las olas que nunca se detienen. Porque un buen cuento, maestro, jamás termina: simplemente espera a que otro corazón lo pronuncie.
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Carolina Mora Huerta
Bosques urbanos
Las pruebas de compostaje humano permitieron sustituir el suelo infértil. Ahora todo consistía en elegir la parte del cuerpo indicada. Las clases dominantes se quedaron con las plantas ornamentales más bellas. Orquídeas y tulipanes poblaron las ciudades importantes. No calcularon las posibilidades de las enredaderas, las espinas o la fuerza de los arbustos. La revolución inició la era de los jardines andantes.
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Laura Benavides Carrera
Autocuidado
Quedé con una amiga que se acababa de tatuar la línea de los ojos. Durante la cena me estuvo diciendo que hay que ver que no me cuido nada. Que con el pelo que tengo... que no le saco partido, que debería hacerme las uñas y el láser, que la forma de mis cejas no está de moda, que con más pecho me quedarían mejor los vestidos y que el tacón estiliza la figura. Que hay tratamientos para las manchas de la cara y que se me notan las patas de gallo cuando me río, que el tiempo pasa y que tengo que hacer algo YA para sacarme provecho porque pronto no me querrá nadie (ningún hombre). Tras hacer una breve pausa le dije que sí que me cuido, que las cosas que me hacen mal las aparto de mi vida. Entonces me levanté y me fui.
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Donald Navas
Drama
Estábamos todos perplejos. Nadie se atrevía a dar el siguiente bocado en la mesa.
Silencio.
Sólo la voz del periodista tendencioso de Canal Seis y la imagen en bucle: la madre atropellada en el suelo, muerta; la carreta destartalada, con las verduras y las frutas esparcidas como víctimas de un naufragio; el sol, implacable sobre el boulevard; y el camión responsable de la tragedia, quieto, como si contuviera la respiración.
Lo más devastador era la hija, junto al cuerpo. Inmóvil.
Un hombre tiraba de ella con fuerza, intentando alejarla del cadáver de su progenitora.
Era inútil. En los enormes ojos negros de la hija parecía asomar una lágrima, y se resistía, lanzando coces. La potrilla sólo quería permanecer junto a su madre.
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Alejandro Armenteros
GeMaÚ
Había una vez una ciudad brillante junto al mar, llamada Gálama, donde muchos soñaban con construir hogares, plazas y espacios para vivir mejor. Pero en el corazón de la ciudad vivía un gigante dormido:GeMaÚ. Cada vez que un alguien llevaba un proyecto a sus puertas, el gigante lo retenía durante años, sin moverse ni responder, sin autorizar. Los promotores, desesperados, veían cómo sus inversiones se marchitaban. Y los arquitectos, que vivían de esos sueños de ladrillo y papel, se iban quedando sin fuerzas, sin ganas y sin trabajo. Algunos abandonaban la ciudad, otros simplemente se rendían. Mientras tanto, el gigante seguía ahí, inmóvil, bloqueando caminos. Las ideas se amontonaban, los barrios esperaban, y la ciudad, sin entender por qué, dejaba de crecer. Hasta que alguien, algún día, tal vez despierte al gigante… o lo reemplace por alguien que quiera ver a Gálama florecer.
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Bárbara Valderrama del Barrio
El amor en los tiempos del microrrelato
Mi amor, creo que estoy dentro de un microrrelato. Es terrible que se nos agoten los años tan rápido, que nazcan nuestros hijos y que, al día siguiente, ya se independicen. Me angustia ir directamente al desenlace, sin poder disfrutar del desarrollo ni profundizar en los detalles insignificantes, como las mudanzas o todas aquellas veces que nos quitamos las palabras de la boca. Ahora somos jóvenes y tenemos flores en lugar de venas. Tenemos tiempo y la potencia de todos los animales dentro de cada uno de nuestros órganos. En unos renglones comenzaremos a enfermar, a cambiar, a preocuparnos solo por lo importante. En unas pocas líneas, ya habremos encontrado qué hacer con nuestras vidas, lo habremos hecho y no sé cómo seremos de felices. Llévame a una novela, a la lentitud, a los inviernos, a las siestas obligatorias de verano. Sácame de aquí antes de que sea tarde.
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Paqui Pérez Báez
El arrogante jardín
El jardín, que presumía de flores en aquella comarca y sus alrededores, era orgulloso y altanero. Estaba pasando un verano de muchos sofocos.
Pensó: «No tendré la menopausia a estas alturas en alguno de mis preciosos rincones…»
Ansiaba el invierno para poder refrescarse y quitarse un poco el polvo de las hojas que lo asfixiaban. Llegó el otoño y se relajó un poco: las noches eran ya más agradables. Ardía en deseos de sentir las gotas en sus pétalos, flores, hojas y tallos; quería respirar a pleno pulmón.
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Llegó la lluvia y gozaba de alegría. Llegó la tarde gris de aquel invierno; el agua se convirtió en barro. Gritó, pero nadie lo escuchaba. Se asfixiaba. De pronto, una humilde margarita le susurró:
–Las que estábamos debajo de las desbrozadoras, en un huequito, nuestras lígulas están sin barro. Siento que tú te estés ahogando, querido jardín.
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Coral Gálvez
Negación de auxilio
Llegaron jadeando al centro de salud de Málaga. Cristina sostenía a José Luis , que sangraba por la cabeza tras una caída en casa. Él, pálido, apenas murmuraba su nombre.
—¡Ayuda! —gritó ella al entrar—. ¡Mi marido se muere!
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Una enfermera alzó la vista, revisó su tarjeta sanitaria y frunció el ceño.
—Tienen seguro privado. Aquí no podemos atenderles.
—¡Pero se está desangrando! —suplicó Cristina , temblorosa.
—Llamen a su aseguradora —respondió la enfermera, sin levantarse.
Cristina no entendía de protocolos, solo de amor y urgencia. Apretó más fuerte la mano de José Luis . Él la miró una última vez, con la misma ternura de hace cincuenta años.
Cuando por fin llegó la ambulancia privada, ya era tarde.
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El centro seguía en silencio.
La sangre en el suelo no tenía seguro.
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Irene Alonso Gasalla
Desahuciadas
Caían lentamente. Cuerpos sin rostro mecidos por el viento descendían sin rumbo, hasta quedar esparcidos por el asfalto.
En la escena del crimen, una mujer recogía, con resignación, los trozos de sus familiares y antepasados. Mientras, desde el balcón, la señora del 5º B, forajida de su propio cuerpo, continuaba con la ejecución de aquellas personas anónimas.
Desahuciadas de sus recuerdos.
Arrancando indignada fotos de un viejo álbum, musitaba: «Este no sé quién es; ni esta, ni estos tampoco…»
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