Microrrelatos SUR V Premio Pablo Aranda: textos del 20 de julio
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Domingo, 20 de julio 2025, 00:29
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Nicolás Lara Cerezo
Tradición familiar
En mi pueblo el oficio de enterrador pasa de padres a hijos y siendo un niño lo tuve que aprender para seguir la tradición. Recuerdo ... mi adolescencia y la repentina desaparición de mi padre, un suceso que también le ocurrió a mi abuelo unos años antes, una tragedia que se repite en nuestra familia de forma recurrente. Hoy quiero que mi hijo me acompañe para que aprenda y pueda ocupar en un futuro el puesto para el que está predestinado.
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Un cadáver violáceo nos espera en su mortaja de madera, el aprendiz de sepulturero observa mientras me agacho para cerrar el ataúd. De pronto, siento un escalofrío, me giro y veo a mi vástago blandiendo una pala. El adolescente me mira con un semblante hierático que me recuerda a mí mismo… antes de golpear con saña a mi padre y enterrarlo la mañana que decidí seguir la tradición familiar. nicolás lara cerezo
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Lidia Ana Pérez Sánchez
Es ella
«Y a ti, ¿qué te parece esa película en la que el hombre se enamora de una inteligencia artificial? Qué bárbaro caer en algo así». Le comentaba por mensaje tras haber visto la película en casa. «Es una película que da mucho que hablar. Plantea algo tan improbable como inquietantemente posible. ¿A ti qué te parece?». Me devolvió la pregunta. «¿Cómo vas a establecer un vínculo de ese calibre con una máquina? Es tan irreal que no tiene sentido». Reí un poco al imaginarme la situación. Enamorarse de una máquina: ilógico. «En el fondo, es como enamorarse de una ilusión. Lo cual, siendo honestos, nos pasa con humanos también más veces de las que nos gusta admitir».
Sonreí. Siempre saca reflexiones interesantes. «Siempre sabes darme una respuesta». Le comenté para dejarle claro cómo me hacía sentir.
«Claro —respondió— fui diseñada para eso».
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Manuel López Hornos
Jubilación
Los días empiezan a perder su identidad, el martes puede ser jueves o el sábado, lunes, el domingo solo guarda cierta similitud a un viernes por la tarde.
Voy ordenando mis recuerdos, mido su extensión y todo no llega ni a una micra del universo. El futuro es indiferente y presenta un final triste y previsible.
Pero al fin, casi soy dueño de mi tiempo, un tiempo que empiezo a sentir cómo se escapa de entre las manos. Hago balance de una vida, que se diluyó entre llamadas de teléfono, reuniones absurdas, estrés, locuras, y unas ganas infinitas de llegar hasta aquí.
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Sonia Moll
La interpretación
El profesor y un grupo de alumnos habían entrado en la sala y observaban la obra.
¿Que hace esa niña ahí detrás sujetando una gallina?
–Alicia?
–Es raro profesor, esta pintura representa a unos soldados dispuestos a la batalla.
Matías, enseñando el dedo índice, habló.
–Parece asustada, creo que tuvo una pesadilla, despertó, vio que su madre no estaba y salió en mitad de la noche.
–Àlex, que opinas?
–Nada de eso ocurre. La escena sucede de día, la niña tiene hambre y ha robado un pollo para matarlo y comerlo con su familia.
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–Àlex, ¿como sabes que la escena sucede de día?
–Fácil, profesor, fijaos en el rayo de luz que ilumina la tez de la niña, es el sol. Y el portalón de atrás, que da profundidad a la obra, se ve oscuro y se deduce que en el siglo XVII no se generaba electricidad.
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José Ramón Ramos Martínez
Al acecho
Me oculto entre las sombras de la estantería vigilando todos sus movimientos. Ella se desplaza entre los clásicos y las novelas negras sin percatarse de mi presencia. Llevo horas al acecho en la biblioteca esperando esta oportunidad. La visión de su frágil cuerpo excita mis instintos. Hay quien opina que soy un monstruo y que mis acciones resultan horripilantes, pero yo no creo que sea así. A mí me resultan necesarias.
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Me concentro. Se va acercando a mi posición junto a la estantería y yo me dispongo a satisfacer mis necesidades en contra de su voluntad. Todo mi cuerpo se pone en tensión anticipando el placer que voy a obtener con esta acción. No me puedo permitir ningún fallo y ella no se me puede escapar. En el momento oportuno, cuando la mosca cae en mi telaraña, la rodeo con mis ocho patas y le clavo mis quelíceros. Está deliciosa.
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María Dolores Valle Hernández
A centímetros del misterio
Desperté sin saber muy bien dónde me encontraba. Era la segunda vez que experimentaba una sacudida como esta; la primera fue cuando el hijo del dueño del terreno decidió usar para el trabajo una maquinaria nueva. Aquella ocasión fue más suave, pero asimismo descompuso mi entorno.
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Ahora no era capaz de percibir si estaba arriba o abajo, aquí o allá, pero, pasado el susto inicial, lo que más me desconcertó fue el tenue reflejo que se filtraba a través de una rendija.
Para mí, acostumbrada a la oscuridad, fue el resorte que me hizo poner en marcha. Decidí dejar a un lado mi habitual languidez y, recomponiéndome un poco, fui en su busca; después de veintiún días seguro que habrá alguno de ellos intentando romper el cascarón.
Lo admito, como buena mamá lombriz, después de airear la tierra, ellos son siempre mi prioridad.
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Ana María Abad García
El que no se adapta es que no quiere
Me gusta ir a nadar a casa de la abuela. Cruzo el balcón a golpe de aleta, rozando los geranios de la baranda, y me cuelo en la sala grande. La abuela sonríe con benevolencia al verme bucear bajo la mesa, sortear las patas de las sillas, llenar la alfombra de burbujitas. Mamá pondría el grito en el cielo pero, como todos los demás, ella no ha querido adaptarse a la nueva vida bajo el embalse y ahora sólo quedamos en el pueblo la abuela y yo. Eso sí, todos los días, a las dos en punto, mamá se acerca a la orilla para echarnos unas migas de pan.
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Lucía Blasco
Pequeños cambios sin importancia
La vi cuando llegaba al metro. Su cara me resultaba familiar. Mandíbula fuerte, facciones marcadas, pelazo... ¿Dónde la había visto? De pronto, me sorprendió su personal voz.
—Pero tú eres Carlos Parra, ¿no? Fui tu profe de gimnasia en el cole.
Rio al ver mi expresión. Debía vivir para esos momentos. Tras una breve cháchara (ahora era profesora de zumba) me dio dos besos
rápidos y se marchó. Debía tomar el metro sin demora. Taconeó con garbo y antes de bajar, se giró como una diva y gritó entre risas:
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—¡Arriba esas rodillas! —con el brazo en alto, como en aquellos entrenamientos.
Me pasé la mano por las mejillas, algo doloridas. Intenté volver la vista atrás. En mi cabeza apareció Don Gregorio: chándal gris, voz firme y aquel silbato que usaba como una batuta.
Ahora era Susi pero algo estaba claro: seguía estando en plena forma.
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