Microrrelatos SUR V Premio Pablo Aranda: textos del 18 de agosto
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Lunes, 18 de agosto 2025, 00:06
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Joaquín Rodríguez Mira
Lunes
Juan se murió un lunes, como no podía ser de otra manera, siempre fue su peor día, pensó.
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Al entierro no acudió demasiada gente. Él ... escuchaba los lamentos de su familia, si bien tampoco los veía demasiado afligidos. Empezamos bien la semana, se dijo, esbozando una leve sonrisa recordando un viejo chiste. Y ahora qué, se preguntó. Pronto se vio rodeado de unas cincuenta personas que como él, acababan de fallecer.
Una mujer elegantemente vestida pasaba lista: Serafín Jiménez. Aquí. Magdalena Rubio.
Aquí. Así hasta que oyó, Juan García, contestaron tres al unísono, y de nuevo a Juan le hizo gracia. Ni allí era alguien diferente. La mujer les preguntó si tenían alguna petición en especial, algunos querían ser más altos, algunas más guapas o más delgadas, otros demandaban la felicidad absoluta, y cuando llegó el turno de Juan, sólo pidió una cosa.
Quiso no volver a vivir ningún lunes.
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Ruth Fraile Huertas
Ni un jardín
De todas las ciudades que he visitado en mi vida, Hukka es, sin duda, la que más ha llamado mi atención. Sus grandes avenidas, sus inmensos edificios, su calma… Vacía como la mirada del último de sus habitantes, hueca como las columnas de sus plazas, cóncava como una Luna creciente.
En Hukka no hay un jardín, ni un árbol, ni una flor, ni un pájaro, ni un perro. Por no haber, no hay un virus. El silencio invade cada rincón porque en Hukka ya no hay vida.
Tras la guerra, la ciudad quedó vacía. La nueva bomba lo exterminó todo.
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Ahora, como si se tratase de una inmensa maqueta, la ciudad solo conserva cemento y metal, protagonistas atrapados en un mundo inerte.
Tan solo la fuente de agua cristalina invita a pensar si algún día la vida volverá a comenzar. Mientras, añoro un jardín; un vital verde jardín.
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Jimena Cuevas Sánchez
Incoherencias de la novena semana
El niño preguntó a su madre por qué últimamente lo que les pasaba no tenía sentido. Unos días antes, habían pasado el rato en una casa de tonos pastel y una guitarra muda. Ahí, el niño le preguntó de qué estaban hechos los recuerdos. Ella respondió una cursilería, algo sobre magia y corazones viejos. Luego se perdió contemplando la guitarra, como si mirarla bastara para recordar cómo colocar los dedos sobre las cuerdas. Una nube diminuta les había hecho sombra solo a ellos esa mañana, mientras esperaban, sin más, de pie frente al supermercado. El niño insistió entonces en su pregunta inicial.
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La madre permaneció en silencio. El escritor frustrado no podía encontrarle una voz.
El cursor parpadeó tres veces, como una cuenta regresiva. El autor cerró la computadora. La abrió enseguida. Quizá borrar de nuevo el relato bastaría, por ahora, para callar al niño.
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Inmaculada Cortés García
Clase de matemáticas
Viajaba ensimismado, camino del instituto. El cristal del vagón le proyectaba la figura de su rostro sombrío. En ese metro repleto de gente se sentía en completa soledad, igual que en las clases. Tenía que enfrentarse a esos adolescentes que le acosaban cada día, con insultos y desprecios, a los que él sólo sabía reaccionar con silencios. No era capaz de contárselo a nadie, así que cada día se mostraba más introvertido. Acabó odiando las matemáticas que tanto le gustaban, por las que consiguió el número uno en su oposición y su merecido trabajo de profesor.
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Luis Martínez Valcabado (Luiselmaestro)
Modem
Vivía tiempo de propina. Su deterioro físico lo mostraba. Tenía seguro de decesos, toda la familia sabía de su incineración, pero no había decidido dónde pondría sus cenizas.
El Mediterráneo, más paseado que bañado, era opción. Sonreía al recordar la letra de carnaval que decía al pescar –difícil, lo sabía y su caña más– «llévame para casa, dame un besito que soy tu abuelo».
Podría ser la carretera Málaga-Alhaurín el Grande, con los niños esperando en la escuela. También el panteón familiar, allá en el norte –¡con tanto frío!– decía bajito, castañeando los dientes. También en su piso, mientras su mujer viviera, antes de irse con los hijos… Era la alternativa que más le gustaba.
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Pasó lo que tenía que pasar, su compungida viuda colocó mimosamente la urna en lo alto del mueble del salón:
–Ahí estás. Junto al modem. ¡Con lo que te gustaba internet.
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Paloma-Martínez-Acacio de Garnica
Carta sin enviar
Hola, Pepe, son las tres de la mañana y a pesar de la infusión, la melatonina y el Orfidal, no consigo dormirme.
Hoy no pude ir a verte, poner la mano sobre tu lápida y charlar un rato contigo.
En el telediario han hablado de riadas e inundaciones; aquí lleva todo el día lloviendo con fuerza y han aconsejado no salir para nada.
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Estoy helada, liada en una manta mientras te escribo. Noto como que tengo fiebre, pero desde que se rompió nuestro antiguo termómetro de mercurio no he comprado uno nuevo y además los eléctricos no me gustan.
He encendido la vieja estufa del dormitorio y le he echado unos troncos. Ya sé que no tira bien y revoca un poco de humo, pero tampoco me importa.
A lo mejor, mañana no amanezco y, por fin, volvemos a estar juntos.
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Danilo López-Román
Gaza
Primero fue un zumbido, como de mosquito eléctrico en la madrugada, pero venía del cielo y no había manera de aplastarlo. Después, una casa que se dobló hacia adentro como una flor cerrándose al revés, y de ahí salieron gritos, polvo, un zapato sin dueño.
La guerra contra Gaza no tiene fecha de inicio: es un reloj que siempre da la misma hora, una herida que se abre en replay. Cada explosión baja como una sentencia mal traducida, cada niño que ya no está se convierte en un hueco donde antes había risa, dibujos torcidos.
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Dicen que es legítimo, que es respuesta, estrategia. Pero el pan huele igual en los dos lados, y el miedo tiene los mismos ojos, incluso cuando están cerrados.
¿Hasta cuándo? Quizás hasta que alguien confunda una nube de humo con un cometa. Y lo siga.
Y al seguirlo, encuentre que la tierra también sabe llorar.
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Diego Mandelman
La silla
Seguía en su lugar, al borde de la mesa. Desde entonces, nadie volvió a sentarse ahí. La servilleta, aún doblada en triángulo, sin huellas ni roce.Sonó una copa. Él giró la cabeza. Por reflejo. Un parpadeo seco. Ese leve movimiento lo dejó quieto, con la respiración entrecortada. Acomodó la silla, por las dudas, para que le diera un poco más de luz. Después se mojó los labios con el champán, pero no quiso beberlo.
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