Microrrelatos SUR V Premio Pablo Aranda: textos del 17 de agosto

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Domingo, 17 de agosto 2025, 00:16

  1. María Fátima Sánchez Fuentes

    Última noche de trabajo

Pisé con fuerza el freno cuando escuché una voz pidiendo un taxi. Me pareció extraño. En mitad de la noche, a esas horas, y en ... una noche como aquella, húmeda y tórrida.

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Por el retrovisor, vi cómo corrían unos tacones en mi dirección, así que abrí la puerta del copiloto y la mujer se metió dentro sin mediar palabra.

La examiné durante unos segundos mientras ella acomodaba el bolsito que colgaba de su muñeca.

—Me ha llenado la alfombra de barro.

La mujer se sorprendió y, con torpeza, se quitó los tacones apresuradamente.

Fue entonces cuando algo rodó de su bolso: un picahielos cubierto de sangre fresca.

—Y ahora, de sangre.

—Al motel Abadía, por favor —dijo ella, con la mirada fija al frente.

¡Quién me iba a decir a mí que en mi última noche de trabajo antes de jubilarme haría tan mal tiempo!

  1. Pedro Villena Oliver

    Melón

De todas aquellas manoseadas fotos del pasado hay una que me llamó poderosamente la atención. Aparecía mi hermano, de adolescente y con expresión orgullosa, comiendo melón en la cocina del piso de mis abuelos, un verano cualquiera frente al mar. Recuerdo que mi hermano no era precisamente el mejor para comer fruta, hortalizas, o nada que no fuera o llevase queso por encima. Por eso mismo, con aquella foto en mis manos, me cuestioné la importancia de la situación; el grado de relevancia que llevó a mi padre o a mi madre (o quién sabe si a mí) a apretar el botón de la cámara analógica para inmortalizar el momento, sacar el carrete, desplazarse a la tienda de fotografía, y revelar la instantánea de mi hermano comiendo melón por primera vez. Me gustaría saber si hoy sigue siendo igual para comer. Me gustaría saber más de él.

  1. Leticia Morillo Canales

    La cola del súper

Me sentía como una tortuga varada en una playa de baldosas y carritos de supermercado. Los gritos de un niño atravesaron mis tímpanos para aporrear martillos, yunques y estribos.

Delante, una pareja, sonriente, intercambiaba besos cada cinco segundos. Una señora rugía sobre la lentitud de nuestra procesión, mientras un anciano lo observaba todo en silencio.

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Por fin, mi turno.

—Gracias por esperar —dijo la cajera, con una arruga nueva en su sonrisa.

—¡Qué remedio! —bufé, con un hastío que no intenté disimular.

—No todos aguantan diez años aquí.

Y ante aquellas palabras incomprensibles miré alrededor. El niño rabioso era ahora un adolescente con auriculares gigantes y sus pulgares volaban sobre una pantalla. La pareja enamorada acunaba a unos gemelos idénticos. La señora, más encorvada, esperaba su turno resignada.

El anciano ya no estaba.

Solo yo no había avanzado.

  1. Begoña Morón García

    El hueco

Nunca me había detenido frente a ese árbol. Pero aquella tarde, al rozar su corteza, brotaron hilos de savia que dibujaron un extraño símbolo.

Lo toqué. El tronco crujió y se abrió con un suspiro lento, como si exhalara siglos.

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Del interior surgió una oscuridad espesa, con olor a tierra húmeda y antigua.

Dudé. Pero el hueco parecía esperarme y entré en su interior.

Desde entonces, nadie me ha vuelto a ver.

Pero si alguna vez el viento pronuncia tu nombre y el árbol tiembla, no lo toques, y vete corriendo...

A menos que estés dispuesto a desaparecer y ser uno de nosotros.

  1. Víctor Niso García

    Escuela de magos

Los ruidos y las risas cesaron de golpe cuando Don Cosme entró en el aula. En seguida advirtió el humo, el líquido vertido y el matraz roto; los jóvenes aspirantes apenas respirábamos, paralizados ante su posible reacción.

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—¿Quién ha estado jugando con la pócima de invisibilidad? —preguntó nuestro profesor con el rostro enrojecido por la cólera.

Entre una multitud de compañeros apesadumbrados y temerosos, yo, que siempre me responsabilizo de mis actos, sincero y consecuente, me encogí de hombros y levanté la mano.

  1. Francisco Jiménez Vargas-Machuca

    Gaza

Pan escaso, miradas vacías. Un niño comparte algunas migajas con su madre. Silencio. Solo el rugido de los drones y el tableteo de alguna ametralladora cercana.

  1. Antonio Lino Rivero Chaparro

    Instrucciones para desentrañar la verdad

Para empezar, proceda a desplumarla. Para ello, tome la verdad por las patas y sumérjala de cabeza en una olla con agua hirviendo durante un minuto, aproximadamente. Retírela y colóquela sobre un papel de periódico. Tire de las plumas con una presión uniforme a partir de las alas. A continuación, provéase de un cuchillo bien afilado y realice un corte a la altura del ano (si es la primera vez que desentraña una verdad, puede resultarle bastante desagradable ya que estamos acostumbrados a que otros lo hagan en nuestro lugar). Introduzca una mano en su interior y arranque de un tirón todas las vísceras. Si quiere, puede reservar el hígado para elaborar una salsa de acompañamiento.

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Ahora, la verdad está lista para ser cocinada. Solo queda elegir una receta, entre la amplia variedad existente, y prepararla al gusto de los comensales.

  1. Alfonso José Prado Rey

    La incisión correcta

El afilado filo del cuchillo resplandeció bajo la luz un instante antes de desaparecer bajo la piel. La incisión –calculada, precisa– se produjo con una pulcritud matemática, diríase que automatizada. El desgarrador sonido de la carne abriéndose como una imparable grieta, hizo aflorar el recuerdo de un pasado no tan remoto. El de él mirándose al espejo ataviado con el uniforme de descuartizador, la ansiedad en los ojos y la malicia asomando por la comisura de su sonrisa. Él subido en su vehículo oscuro partiendo la noche en dos, como en dos abría los cuerpos con la dentada hoja hasta ver brotar la sangre de aquellas carnes inocentes. Él como el pasado aprendido de un presente arrepentido. Él. Palideció. Se paralizó. Interrumpiendo la tarea, depositó la experimentada lama sobre el mármol y examinó la hendidura. Con los ojos empañados, comprobó aliviado que el cuerpo del calabacín no sangraba.

  1. Mª Dolores Navarro Esteban

    El delito

Su Señoría ve atónito cómo el delito salta del escrito de denuncia, recorre la superficie pulida del estrado, se desliza por las patas de la mesa y llega al suelo. Se arrastra por el pavimento del juzgado buscando a su creador; lo encuentra entre los asistentes, se detiene ante sus pies, y le pide entre sollozos: «Papá, no me dejes solo».

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