Microrrelatos SUR V Premio Pablo Aranda: textos del 4 de agosto
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SUR
Lunes, 4 de agosto 2025, 00:39
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Javier Izcue Argandoña
Punta asomando
En medio de aquel arreglo de cuentas, mi hermana me lo enseñó. Allí estaba, en el bolsillo de una de sus batas, el viejo alfiletero ... rojo de nuestra madre. Un tubito de madera labrada en pequeños aros y desgastado en los extremos, en el que mamá guardaba los alfileres con los que nos tomaba las medidas para alargarnos las mangas y perneras y las agujas con las que nos cosía toda la ropa.
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Como mi hermana no había podido, eran veinte años ya, probé a abrirlo. La madera cedió un poco. No quería romper la tapa enroscada. Con un movimiento sutil logré que al fin girara pero de pronto la punta de una aguja asomó para clavárseme en un dedo. Brotó una brillante gotita de sangre recordándonos que ningún duelo termina nunca.
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Paula Fernández Lupiáñez
Colección de enfados pequeños
Cuando tenía cinco años le sacaba fotos mientras lloraba. No sabía consolarla, pero sabía enfocar. Le decía: «Quietita, así no sales movida».
Una vez le hice una mientras hacía pis. Me pidió papel. Le dije: «Espera, que esto es irrepetible». Otra vez se duchaba con calcetines y gritaba que el agua quemaba. Le saqué dos. No era maldad. Era amor sin formas. A veces las miro, para recordar que existió ese tiempo en el que el amor se me escapaba por los dedos. Como la luz del flash: breve, bruta. Irrepetible.
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Laura Rodríguez Fraile
Preguntas arrojadizas
Le miró con su único ojo, disparándole las preguntas; ¿Sabes que conmigo tienes el poder de quitar una vida? ¿Lo sabes, no? ¿Y también que no tengo el poder de devolverla, verdad? Si te crees capaz de asumir las consecuencias, adelante. El hombre soltó a Pistola sobre la mesa. No le gustó que utilizase la palabra como arma.
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Montserrat García López
Málaga password
Mi primer día de trabajo en la sede malagueña de una multinacional. Todo son novedades, he apostado por un cambio de vida, otra ciudad, otro ambiente, hasta otro clima. Me asignan una mesa de escritorio y un ordenador, procedo a abrir un sobre con las credenciales de acceso al pc en la que figura la password: 12345 (deberá cambiar el código una vez acceda, el nuevo código deberá contener al menos 5 dígitos, letras mayúsculas, minúsculas, números y caracteres especiales). El mismo proceso con la password de acceso a la intranet. El texto de las instrucciones termina con la siguiente leyenda «Málaga password: el Señor de Málaga no es el alcalde, las nubes se beben, los pitufos se comen. Puerta Oscura en un lugar con luz y el Camino Nuevo te lleva a lugares históricos (no admiten cambios estas credenciales, disfrútelas)».
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Francisco Javier Trujillo Domínguez
Fragmento de mí
Desde que tuve el accidente hace tres años, no he pisado mi ciudad natal: Málaga. La amnesia, que me ha hecho perder el lustro anterior al siniestro, me tiene en vilo. Quiero recordar lo más rápidamente posible, pero ni en mis redes sociales encuentro información.
Le he pedido a mi padre que me dé un paseo en coche por los sitios más emblemáticos, para ver si puedo recordar porqué huía de mis raíces, de mis familiares y amigos, de mi trabajo, de mi hogar… Quería empezar una vida nueva, eso lo sé, pero solo recuerdo lo feliz que era aquí, las noches interminables con mis amigos, pero… ¡Espera! Ese edificio abandonado que hay ahí a lo lejos, ahí pone el nombre de la propiedad, no puede ser… Ahora todo viene a mí: ¿Qué me ocurrió en Cortijo Jurado?
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José Antonio Cobos Comino
Deseos incontrolados
Cerró los ojos y sopló las velas. Al abrirlos vio cómo se acercaba un gran pastel hacia su cara. Rápidamente volvió a cerrarlos pensando que así minimizaría los efectos del impacto. Pasaron dos segundos, tres... Extrañado, entreabrió un ojo, pero solo encontró la penumbra de la habitación y a su lado, acostada, la chica que acababa de conocer. Suspiró encantado y se acurrucó en el sueño.
...Cuatro segundos, cinco. Unos gritos lo sacaron de su letargo. Como pudo separó los párpados. Se le dibujó una extraña sonrisa y dejó que el merengue corriera por su cara.
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Sergio Palomo del Villar
Las ideas congeladas
Desde la sala contigua la doctora no daba crédito a lo que tenía ante sus ojos. Comprobaba repetidamente que el escáner mantenía los parámetros correctos, buscaba con la mirada a la enfermera que seguía sin poder parpadear desde que el escritor se tumbó en la máquina y comenzó a sonar un inquietante silencio a través de la pantalla. La imagen del cerebro era apenas el difuminado reflejo del vacío, un semblante invernal que retrataba la nada, una blanca vacante de palabras que desocupaba el ancho del ordenador como si se hubieran congelado todos sus pensamientos. Cogió aire y detuvo el escáner en cuanto el asombro redujo su nivel de palpitación. Esperó al escritor en su consulta y decidió ser lo más clara y directa posible.
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-¿Cuánto tiempo me queda, doctora?
-Lo siento. En el mejor de los casos no menos de 50 hojas en blanco.
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José Carra
Cerrado por reformas
En mi casa reinaba el desorden. Un desorden controlado que conseguía que cualquiera que me visitara, no fuera consciente de que el caos dominaba la situación. Cada vez que intentaba poner un poco de orden, empezaba por la superficie, disponía con estética los adornos, compraba aperitivos para mis amigos y llenaba mi nevera de alimentos que luego no consumiría. Si barría el suelo, lo hacía por los lugares que sabía que algún intrépido visitante podía transitar.
Aun así, esas tareas autocomplacientes me permitían mantener mi imagen de mentalmente estable.
El día en que la situación se me fue de las manos y empezaron a emerger los desastres, encontré a una persona moribunda bajo la cama. Por fin me encuentras -me dijo, y, ofreciéndome una escopeta, añadió: Mátame de una vez, porque hasta que no acabes conmigo, la casa no estará limpia y tú solo serás un cadáver bajo tu cama.
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Javier Revilla Cuesta
El viejo sofá de la casa de mis padres
Cuando nos veía aburridos, papá colaba su mano entre los cojines del sofá. Rebuscaba con ahínco en sus rendijas hasta que aparecía alguno de los pequeños objetos que allí se habían extraviado. Mis hermanos enseguida perdían el interés. Yo, sin embargo, siempre estaba atento al mechero con el que encendía la hoguera de una tribu comanche, la moneda con el mensaje encriptado de un espía o el botón que servía de rueda de repuesto de un coche de carreras.
Cuando murió y el notario leyó en su testamento que a mí me dejaba en exclusiva aquel viejo sofá, todos creyeron que se había equivocado. Todos, menos yo.
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