Microrrelatos SUR V Premio Pablo Aranda: textos del 30 de agosto
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Sábado, 30 de agosto 2025, 00:11
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Patricia Conor
A costa del sol
Sospecha que ha llegado a la cuesta del puerto, como siempre, y cruza la esquina del mercado dejándose llevar por el olor a marisco, como ... siempre. Está cerca. Escucha las olas y el murmullo bilingüe del verano de siempre, las sirenas de los barcos de siempre. Huele a sal y hay cuerpos sudados a raudales, ruidos de patinetes, jolgorio. Al llegar al cruce estrecho de siempre nota un tirón en el arnés y entiende que ha llegado a su destino. Dispuesta al chapuzón suelta su bastón blanco, saca la toalla y la tiende sobre la arena hasta que el asfalto frío, otro tirón en el arnés y las quejas de los turistas le detienen. Hoy tampoco habrá mar. Desde que se fueron las vecinas, desde que pusieron aquellos enormes edificios blancos e inundaron la ciudad de novedades, su perro guía es incapaz de llevarle por los caminos de siempre.
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Javier Carro Díaz
La altura media de un niño de 5 años es 112 centímetros
Una gran librería ocupaba toda una pared del salón de la casa de mi amigo.
Reparé en un hecho curioso. Las tres estanterías inferiores estaban completamente vacías y solo había libros en las superiores.
Le pregunté a mi amigo a qué se debía aquello.
Él me dijo:
–Como sabes, tengo un niño pequeño.
Está a punto de saber leer y quiero que en vez de aficionarse a tantas pantallas sienta deseo por los libros.
Yo le contesté:
–Pero están tan altos que no llega hasta ellos.
Mi amigo sonrió y dijo:
–Precisamente.
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Purificación Ferrón González
Las apariencias
Siempre le pasaba igual, iba a por cuatro mandaos y acababa llenando demasiado el carrito. Se paró justo delante de una empinada cuesta. Miró a ambos lados, buscando ayuda con sus ojos enervados de arrugas. ¡Con lo que ella había sido! Ahora todo era un rechinar de huesos ajados. A lo lejos un joven con capucha y más tatuajes que piel se acercó a ella. No es que tuviera muy buena pinta, pero en cuanto se ofreció a ayudarle para acompañarla a su casa, asintió sin pensárselo. Llenó su boca seca y fina de gratitud. Una vez dentro y antes de colocar la compra, se sacó del bolsillo de su abrigo la cartera que le acababa de robar al incauto. No sabía por qué lo seguía haciendo. Quizás era la única forma de seguir sintiéndose viva. A fin de cuentas, había sido una de las mejores carteristas en su juventud.
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Ana Belén Ramírez Rodríguez
Una paloma sobre Tel Aviv
Los drones zumbaban como insectos sobre los tejados de Rafah. En el sótano de su casa, sin luz, Layan, doce años, escribía cartas con hollín y agua. Las doblaba en forma de pájaro y las lanzaba por una grieta del muro. No esperaba respuesta; escribir era respirar.
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A 80 kilómetros, en Tel Aviv, Amir, técnico militar, detectó un objeto volador no identificado.
Activó el protocolo. El dron lo derribó sin ruido antes de que tocara suelo.
Era una paloma de papel.
Dentro, un mensaje: «Tengo miedo, pero sigo viva. ¿Tú también?».
Amir no durmió esa noche. Ni la siguiente. Una semana después, dejó el uniforme, cruzó la frontera y pidió entrar como voluntario de la Media Luna Roja.
Nunca se encontraron. Pero ese día, por primera vez en semanas, el cielo guardó silencio.
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En sus ratos libres, Amir hace palomas de papel y escribe en ellas: «Sí. Yo también».
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Laura Florez Gómez
El mago
Tenía un montón de barajas de cartas. Pero ninguna le sirvió para jugar conmigo.
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Francisco Javier Parras Álvarez
Flores y navajas
A mi padre le encantan las navajas con empuñadura de hueso. A mi madre, en cambio, le chiflan las flores. Por eso, para el día de su cumpleaños, todos sus hijos y nietos nos engalanamos con la ropa de los días de fiesta y nos atusamos el cabello con agua de lavanda. La floristería del barrio es el punto de reunión, y abandonamos el establecimiento cargados con varios ramos de rosas, lirios y crisantemos. Luego caminamos entre alegres conversaciones hasta llegar a la tapia del cementerio y, una vez en su interior, depositamos nuestros regalos sobre la lápida que esconde el cuerpo sin vida de mi madre, la misma que le arrancó mi padre con una de sus navajas de empuñadura de hueso.
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Andrés Sebastián Méndez Ocampos
Las buenas personas
Mi madre creció en un punto inexistente en el mapa. Allí, la tradición manda que a los 6 años, niños y niñas deben visitar al chamán del pueblo. Él relata una historia, las buenas personas son capaces de escucharla, pero la olvidan de inmediato y las malas personas son incapaces de oírla. A mis seis años me llevaron con el chamán para determinar el tipo de persona que soy, pero no he logrado concluir si pude escuchar la historia y la olvidé o si no pude escucharla.
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Diego Fdez. Sández
Pieza perdida
Teodoro aguardaba cada 7 de diciembre (san Teodoro Mártir) al «momentazo». Este año, impaciente, se dio luz verde el día 6.
Sacaba cajas y más cajas, con todo el cuidado del mundo. Entre paja, cien figuras de barro, el nacimiento que tanto costara: dinero, y años… Su orgullo.
Cual escenógrafo, situaba cada pieza: leñadores, casitas, puente y papel de plata (con lavanderas), campesinos y pastores, burros y romanos… En medio, la familia protagonista con los Reyes y, por encima de todos, la estrella, encendiéndola como brillante colofón. Teo suspiró satisfecho.
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Entonces, se inquietó… ¡Allí faltaba algo! Conocía cada figura, al dedillo.
Contó cerditos, polluelos…; aparecía el ángel, ningún pastor faltaba a la cita.
¿Qué era? Y cuando Teo se derrumbaba, cayó en la cuenta: faltaba su mujer, con la que siempre lo montaba y que se fuera de casa hacía seis meses, dejándolo plantado –de una pieza– como aquellas figuritas.
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Aruges Jr.
La cuna vacía
Cada noche, Clara escuchaba el llanto del bebé a través del monitor. Lloraba suave al principio, luego con un desgarrador quejido que la atravesaba. Pero al entrar en la habitación, siempre encontraba la cuna vacía.
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El pediatra le dijo que era el estrés. El cura, que quizás algo había quedado en la casa. Su madre, que no estaba lista para dejar ir.
Un día, dejó encendido el monitor mientras salía. Al volver, lo escuchó otra vez: un llanto, seguido de un susurro. «Mamá, ya no estoy solo»; Subió corriendo, aterrada. La cuna seguía vacía. Pero las paredes estaban cubiertas de pequeñas huellas, como de manos embarradas. Y sobre la almohada, había dos mechones de cabello: uno castaño, como el suyo. El otro, rubio.
Clara jamás tuvo otro hijo. El primero... tampoco llegó a nacer.
Pero ahora, la cuna nunca vuelve a estar vacía.
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