Pacheco, hacia el siguiente naufragio

Poesía al SUR ·

El mundo lo traicionaba un poco con cada cambio, pero el autor mexicano, un hombre sencillo pese a su profesión, supo bajar la poesía del atril de la alta cultura para hacerla dialogar con «gente de la calle». Hace unos días habría cumplido 81 años

Viernes, 3 de julio 2020, 01:42

Cuando recogió el Premio Cervantes, en 2010, José Emilio Pacheco espantó un halago que lo señalaba como uno de los mejores poetas latinoamericanos: «Pero ... si ni siquiera soy uno de los mejores de mi barrio. ¿No ven que soy vecino de Juan Gelman?». Aquella escapatoria, menos impostada de lo que parece, retrata no sólo al autor mexicano, libre de vanidades innecesarias, sino a su obra, sencilla en el uso de la lengua, desarmada de pirotecnia, sin los giros grandilocuentes de muchos de sus colegas. Su carrera, construida con empeño de obrero, resulta brillante. Trabajó como profesor en varias universidades de México, Estados Unidos, Canadá e Inglaterra. Tradujo con éxito a autores a menudo tan complejos como Samuel Backett, Tennessee Williams, T. S. Eliot, Oscar Wilde y Truman Capote. Su columna 'Inventario', publicada en un semanario, funcionó durante décadas como faro de la sociedad mexicana. Pero Pacho fue, por encima de todo, poeta.

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Cuando murió, en 2014, no fue velado en el Palacio de Bellas Artes de México, como otros grandes escritores, sino en el Colegio Nacional, rodeado de naranjos y limoneros. Así lo había dejado dicho. Era un lugar que visitaba con frecuencia. Se sentaba en uno de los bancos de piedra del patio y conversaba «con mujeres con bolsas de los mandados, jóvenes, estudiantes, comerciantes, gente de la calle», como describe su mujer Cristina. También su poesía está escrita para dialogar con otros, no para sermonear ni aleccionar. Su obra renuncia al atril de la alta cultura. No hay condescendencia en el trato con sus lectores, sino camaradería: «Nuestro barco ha encallado tantas veces / que no tenemos miedo de ir hasta el fondo. / Nos deja indiferentes la palabra catástrofe. / Reímos de quien presagia males mayores / (…) El único destino es seguir navegando / en paz y en calma hacia el siguiente naufragio».

Pacheco, nacido en 1939, pertenece a la generación de los cincuenta. Sus dos primeros libros de poesía, 'Los elementos de la noche' y 'El reposo del fuego' beben de autores españoles como Cernuda pero ya vislumbran la influencia determinante de Borges y sobre todo de Octavio Paz, también mexicano y considerado su padre poético. Ambos mantuvieron una relación intensa, complicada por momentos aunque cimentada en un respeto mutuo que nunca perdieron, como reconoció el propio José Emilio durante un encuentro con alumnos de Secundaria tras recibir el Cervantes: «Generalmente uno tiene sus grandes admiraciones de adolescencia, que resultan decepcionantes cuando años después se releen. En cambio, los libros de Octavio Paz me siguen pareciendo una maravilla. La convivencia y amistad con él fue estimulante y un gran privilegio, aunque era una persona sumamente difícil, como supongo que son todos los escritores. Nuestra relación atravesó períodos malos, pero en los últimos tiempos fue afectuosa y cercana».

El paso del tiempo y la conciencia de lo transitorio de la vida constituyen dos ejes en la obra de Pacheco: «Cuánto ocaso en el día que ya se va / y parece el primero en estar muriendo. / Son las últimas horas del gran ayer. / De mañana ignoramos todo». El libro 'No me preguntes cómo pasa el tiempo', editado en 1969, marca un cambio en su poesía, que adopta una perspectiva más crítica, a veces desde la ironía: «Quizá no es tiempo ahora: / nuestra época / nos dejó hablando solos». El autor mexicano ya no abandonará la denuncia social, palpable en obras como 'Irás y no volverás' y 'Desde entonces' y extendida a su prosa en novelas como 'Morirás lejos', donde relata los sufrimientos del pueblo judío y reflexiona sobre el nazismo. En 'Las batallas en el desierto', uno de sus mejores libros, aborda los nuevos hábitos de consumo importados desde Estados Unidos, como los refrescos embotellados, el pan de barra o la salsa de ketchup. Su protagonista es un niño de ocho años, Carlos, cuyo padre posee una fábrica de jabones que entra en bancarrota por la llegada del detergente en polvo.

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Cuando recibió el Premio Reina Sofía, ya consolidado como una de las principales figuras de la poesía en español del último siglo, le preguntaron qué haría con el premio, unos 42.000 euros: «A esta edad, el galardón tengo que emplearlo en gastos médicos. Si me hubiera pillado con treinta años me lo habría gastado en Ibiza». Pacheco también habló sobre su obsesión por lo efímero, que consideraba una consecuencia de haber nacido en la ciudad de México, «donde todo desaparece brutalmente». Luego llegarían el Cervantes y los problemas de salud.

Con 74 años fue hospitalizado por una caída causada al tropezar con una pila de libros. Murió poco después. Lo último que dejó escrito fue precisamente un obituario sobre Juan Gelman, su amigo y vecino, por quien ni siquiera se consideraba el mejor poeta del barrio. Quiso ser incinerado por su claustrofobia, dijo, o tal vez aquella razón no era más que una última burla a un mundo que lo traicionaba un poco con cada cambio.

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