El hijo díscolo de la burguesía
Poesía al SUR ·
Nació para aristócrata, pero eligió los bajos fondos. A Jaime Gil de Biedma le bastaron menos de cien poemas para agitar a toda su generación antes de ser arrollado por una espiral de autodestrucciónViernes, 16 de noviembre 2018, 01:05
Elegante hasta la impertinencia, Jaime Gil de Biedma iba a clase con un pañuelo en el bolsillo de la americana y un alfiler de ... oro en la corbata. Durante años respetó su condición de hijo de la alta sociedad catalana, bañándose en una cascada de privilegios inusuales en aquella España de posguerra. «Yo nací (perdonadme) / en la edad de la pérgola y el tenis», escribió en 'Infancia y confesiones', entablando un diálogo irónico con Alberti y su «Yo nací —¡respetadme!— con el cine». Extendió el guiño a uno de los poemas más populares de Machado: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla / y un huerto claro donde madura el limonero». Más de medio siglo después, Gil de Biedma respondió: «Mi infancia eran recuerdos de una casa / con escuela y despensa y llave en el ropero, / de cuando las familias / acomodadas, / como su nombre indica, / veraneaban infinitamente».
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Nació para el éxito hace ahora 89 años en Barcelona, pero no encontró la gloria en los círculos políticos ni aristocráticos, como pretendía su madre, sino en los bajos fondos. Desde esa oscuridad, que acabaría devorándolo, levantó una obra literaria breve pero intensísima. Le bastaron menos de cien poemas para sacudir a toda su generación. En 1959, con treinta años, publicó 'Compañeros de viaje', su primer libro. Ya se adivinaban las influencias de Auden, Cernuda, Baudelaire o Eliot. «En mi poesía no hay más que dos temas: el paso del tiempo y yo», declaró en una entrevista. Aquella percepción, por reducida, parece errónea. Cantó a la amistad («A veces, al hablar, alguno olvida / su brazo sobre el mío, / y yo aunque esté callado doy las gracias, / porque hay paz en los cuerpos y en nosotros»), derribó el decorado de cartón piedra de su pasado («¡Oh, mundo de mi infancia, cuya mitología / se asocia —bien lo veo— / con el capitalismo de empresa familiar!» y peleó contra sus propios fantasmas aunque la autodestrucción y sus continuas contradicciones decantaran la balanza.
Denunció la hipocresía burguesa, pero exprimió hasta donde pudo las dádivas familiares. También se rebeló contra la falta de libertades, aferrándose a la promiscuidad. En 'Pandémica y celeste', del libro 'Moralidades', editado en 1966, se abre de forma estremecedora entre abrazos furtivos, botellas y ceniceros sucios. Su sexualidad desesperada y transgresora («Porque no es la impaciencia del buscador de orgasmo / quien me tira del cuerpo a otros cuerpos / a ser posiblemente jóvenes: / yo persigo también el dulce amor») y el terror a envejecer («Su juventud, la mía») le perseguirían hasta su muerte. En 'Poemas póstumos', título que paradójicamente quiso publicar en vida, se vislumbra su futura desesperación, que lleva al poeta a abandonar la escritura, refugiado en el nihilismo. El desgaste producido por el brutal ejercicio de honestidad que requería su forma de entender la poesía comenzaba a pasarle factura. «No me ocurre más aquello de apostarme entero en cada poema que me ponía a escribir», confesó.
Excesos y desencanto
En 1978, meses antes de cumplir cincuenta años, escribió en su diario: «Lo que he descubierto ahora, siendo feliz, con una certeza que se ha ido haciendo cada vez más consciente, día tras día, es que hay una parte de mí que ya no desea vivir mucho». Los excesos y el desencanto por el funcionamiento del sector editorial («Hoy es posible ganar fama y fortuna y seguir siendo muy mal poeta. Hay cientos de premios, de concursos, de verdaderas canonjías, que terminan por fomentar gildas poéticas, camarillas mafiosas») agravaron aquella crisis. Ya se había tomado sus propias medidas en 'Contra Jaime Gil de Biedma', donde fulmina a su alter ego, a quien le reprocha hasta su presencia: «¿De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso, / dejar atrás un sótano más negro / que mi reputación —y ya es decir—, / si vienes luego tú, pelmazo / embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes, / zángano de colmena, inútil, cacaseno, / con tus manos lavadas, / a comer en mi plato y a ensuciar la casa?».
Esquivó depresiones e intentos de suicidio («Cuánto quise morir / o soñé con venderme al diablo, / que nunca me escuchó. / Pero también / la vida nos sujeta porque precisamente / no es como la esperábamos»), pero en 1985 le diagnosticaron sarcoma de Kaposi. Murió cinco años después de sida, por entonces un tabú deshonroso ocultado bajo expresiones hechas como «una larga enfermedad». Dejó su herencia a su última pareja, el actor Josep Madern. Antes del derrumbe final intentó escribir, tal vez a modo de renacimiento. Se dio cuenta de que ya no era el mismo. Poco quedaba de aquel hombre culto, bebedor, cínico, comunista de salón, promiscuo y brillante a quien sólo el paso del tiempo, precisamente una de sus grandes obsesiones, ha hecho justicia como autor imprescindible en la poesía española del siglo XX. Porque cuando Gil de Biedma dejó de respirar, aquel 8 de enero, murió el poeta pero nació el mito.
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