
MANUEL AZUAGA HERRERA
Domingo, 6 de febrero 2022, 00:26
Alfred Marshall, de origen inglés, se dedicaba al negocio de la harina en Nueva York. En 1885 se instaló con su familia en Montreal. Alfred jugaba al ajedrez y celebraba agradables veladas en su nueva casa, siempre alrededor de un tablero. Su hijo Frank, de ocho años, observaba hechizado aquellas batallas en blanco y negro, el duelo mágico de los trebejos. Una noche, Alfred le preguntó a Frank si quería probar suerte. El chico aceptó y recibió una despiadada paliza. La derrota, sin embargo, despertó en Frank la necesidad de descubrir cuáles eran los secretos del juego. Padre e hijo tomaron el buen hábito de enfrentarse dos o tres veces a la semana. En seis meses, las fuerzas se igualaron. La progresión y el talento de Frank fueron tan exponenciales que, en menos de un año, ganaba las partidas dándole una torre de ventaja a su padre. Muchos años más tarde, Frank Marshall escribió: «Así como algunas personas nunca podrán llevar una melodía, otras nunca jugarán bien al ajedrez. La mayoría de nosotros tiene suficientes poderes de visualización, lógica y análisis para permitirnos jugar y disfrutar, pero sólo unos pocos tienen un verdadero genio». Frank Marshall fue uno de esos pocos genios y escribió una de las más hermosas historias jamás contada sobre un tablero. Y fuera de él.
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Desde un principio, Frank demostró tener un talento especial para jugar al ataque. Su obsesión, definitivamente, era el rey rival, encontrar el modo más directo de llevarlo al patíbulo, guillotinarlo. Ese instinto asesino de Marshall marcó un estilo propio muy particular: «Creo que juego como boxeaba Jack Dempsey [campeón del mundo de los pesos pesados en 1919]. Nada más sonar el gong en el primer round, Dempsey empezaba a golpear a su adversario y ya no le dejaba recobrar el conocimiento». El ímpetu pugilístico de Marshall le ayudó a ganar muchas partidas, le dio un carácter y un sentido inimitable, muy del gusto del aficionado, pero también le jugó malas pasadas, sobre todo cuando competía contra rivales posicionales a los que no podía tumbar tan fácilmente en la lona. En ajedrez, el fajador no siempre encuentra el golpe táctico cuando lo necesita. Y, lo que es peor, si lanza un ataque antes de tiempo, suele pagarlo caro. Marshall lamentó toda su vida este arrebato suyo, este afán regicida que terminó transformándose en una compleja paradoja. «¿Cuándo aprenderé que un empate cuenta más que una derrota?», se preguntaba.
La progresión ajedrecística de Frank Marshall dibujó una gráfica en diagonal ascendente, con saltos de cardiograma que marcaban una destreza extraordinaria. Con solo 16 años se enfrentó a Wilhelm Steinitz, un tipo diminuto, de barba mesopotámica, por aquel entonces campeón del mundo. Jugaron en Montreal durante una exhibición de partidas simultáneas que ofreció el campeón. Marshall perdió, como era de suponer, pero luchó de forma magistral en una posición de doble filo y enroques opuestos.
El segundo momento cumbre en la gráfica de Marshall sucedió cuando se midió a Harry Pillsbury, el hombre memoria. Las actuaciones de Pillsbury trascendían los límites conocidos del ajedrez, eran lo más parecido a un espectáculo de magia. En 1894, Pillsbury pasó por Montreal y jugó a la ciega contra diez tableros a la vez. Eso supone memorizar la posición exacta de 320 piezas. Entre sus rivales estaba Frank Marshall. El joven, fiel a su corte agresivo, derrotó a Pillsbury, quien frunció el ceño tras la venda que le tapaba los ojos. Debo señalar que Marshall ganó al estilo Dempsey, sin enrocar siquiera, golpeando en la esquina del cuadrilátero al magullado rey blanco. Es cierto que fue una pelea desigual, pero igualmente fue memorable.
Al poco de aquella victoria, Frank Marshall regresó a Nueva York, la ciudad natal que había dejado atrás en la infancia. Se alistó en el club de ajedrez de Brooklyn, logró el campeonato juvenil estatal y, en 1899, con solo 22 años, se coronó campeón absoluto de Estados Unidos. La distinción de ser el número uno le encajaba mejor que a nadie. Él, un tipo alto, educado, vestido como un inglés victoriano, con chaleco y corbata 'lavallière'. Marshall jugaba con un cigarro o un puro en la boca, una costumbre muy habitual entre los ajedrecistas de la época. Su pasión por el juego era enfermiza. Dormía con un ajedrez de bolsillo. Así, si soñaba con alguna jugada, podía colocar fácilmente las piezas en el pequeño tablero. Al despertar, analizaba la posición con la clarividencia y la luz de la mañana.
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Nada más lograr el título de campeón nacional, Marshall decidió cruzar el charco para medirse con los mejores ajedrecistas europeos. Ganó un pequeño torneo en Londres, pero su verdadero debut se produjo en París. Allí se enfrentó a Lasker, nuevo campeón del mundo, al que derrotó haciendo gala de una técnica brillante. También venció a su admirado Henry Pillsbury, esta vez sin venda en los ojos. Sin embargo, su partida contra el inglés Amos Burn es la más recordada debido a la rapidez con la que se llegó al jaque mate. El propio Marshall contó con todo detalle cómo su rival no pudo casi encender su pipa. Lo consiguió en la jugada número 16. La partida acabó en la 18. «Pobre Burn. Él lo tomó con buen humor y nos dimos la mano. Entonces su pipa se apagó», narra Marshall en sus memorias. Frank se ganó la simpatía del público francés, un público que lo bautizó, por su espíritu combativo, como «el pequeño mariscal». Después de aquella primera experiencia europea, nuestro protagonista regresó a Estados Unidos y siguió cosechando victorias.
1904 fue un año transcendental en el relato de Frank Marshall. Pasaron muchas cosas, dentro y fuera del tablero. Venció en el Torneo de Cambridge-Springs, por delante de Emanuel Lasker, lo que le convirtió en un serio candidato al título de campeón del mundo. Pocos meses después, el padre de Marshall murió de forma repentina a causa de una «enfermedad cardíaca». Este fue un golpe cruel para Frank, aunque pudo compensarlo cuando conoció a Carrie Krauss, una joven de solo 17 años que se convirtió en su esposa, en la dama de su corazón y su fiel compañera de vida.
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Marshall dejó por escrito cómo sucedió el encuentro: «Recuerdo bien la ocasión en la que conocí a Carrie, el 27 de agosto de 1904, en la boda de su hermano Charles. Esa misma noche fui a ver a la madre de Carrie y le dije: Me he enamorado de su hija y se la voy a robar». La prensa dio cobertura al romance y habló de «boda relámpago». Y tanto que lo fue. Frank Marshall tenía previsto viajar a París pero, un día antes de zarpar, le propuso matrimonio a Carrie. Para los padres de la muchacha la petición de mano era todo un escándalo. Lo que ocurrió más bien parece una escena propia de una comedia de Billy Wilder porque, ante la urgencia del viaje de Frank, el enlace se precipitó de tal modo que, en un tiempo récord de una hora y diez minutos, los novios ya habían formalizado su compromiso, ceremonia mediante. A las 9 de la mañana del día siguiente, el 6 de enero de 1905, Frank y Carrie embarcaban y ponían rumbo a la ciudad de la luz. Pasados los años, Carrie habló sobre este delirante capítulo: «Pensé que era mejor casarme con él, Frank me dijo que era mi última oportunidad».
Pero volvamos al tablero. Frank Marshall se había convertido en el candidato ideal para disputarle el trono de campeón mundial al alemán Emanuel Lasker. Finalmente, en 1907, Marshall y Lasker se vieron las caras en un duelo que recorrió seis ciudades distintas: Nueva York, Filadelfia, Washington, Baltimore, Chicago y Memphis. Lasker ganó la pelea por nocaut, como si en cada partida hubiera soltado un croché directo a la mandíbula de Marshall, que no pudo apuntarse ninguno de los combates. El error del aspirante fue traicionarse. Jugó con tanto respeto que se olvidó de atacar a Lasker. «El juego tedioso para desgastar a mi oponente va contra mi naturaleza», sentenció Marshall, avergonzado, en su autobiografía.
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A pesar de esta desilusión, Marshall tuvo una hoja de servicios envidiable, al alcance de muy pocos. Fue campeón de Estados Unidos durante 27 años y logró importantes triunfos ante los mejores jugadores del mundo. Contra Capablanca sorprendió a propios y extraños al realizar un arriesgado movimiento, en la jugada octava, contra la apertura española. Esta novedad teórica ha pasado a la historia y es conocida por cualquier aficionado como el «ataque Marshall». En 1915, Frank fundó el 'Marshall's Chess Divan', un lugar de encuentro entre los ajedrecistas neoyorkinos que más tarde se transformó en el legendario 'Marshall Chess Club', institución que presidió hasta su muerte. Por allí pasaron todos los grandes nombres del noble juego. El artista francés Marcel Duchamp fue uno de los socios más pintorescos y asiduos. En la actualidad, el 'Marshall Chess Club' tiene sus puertas abiertas.
Antes de poner punto y final al recuerdo de Frank Marshall, déjenme contarles dos apuntes más. Uno de ellos es un episodio poco conocido y realmente sorprendente. Durante unos días se pensó que Frank y su esposa habían muerto en el hundimiento del Titanic, pues en el listado de pasajeros se leía «señor y señora Marshall». El periódico 'Brooklyn Daily Eagle' se hizo eco de la noticia y siguió con preocupación el caso. Al final, el listado se refería a Henry Marshall y no a Frank Marshall, quien «estaba en París dando exhibiciones de ajedrez». He estado investigando sobre Henry Marshall. En realidad se llamaba Henry Samuel Morley. Era dueño de una empresa inglesa de comestibles. Casado y con una hija, Henry se enamoró de una de sus empleadas, Kate Florence, de 19 años, con quien se subió a bordo del Titanic en Southampton, boleto número 250655. Ambos viajaron bajo el seudónimo de «señor y señora Marshall». Querían pasar desapercibidos. La pareja dijo que se dirigía a Los Ángeles, donde se suponía que Henry se recuperaría de una enfermedad. El desastre del Titanic se tragó la coartada. Según el relato oficial, Henry murió en el hundimiento. Kate sobrevivió, volvió a Inglaterra y dio luz a una niña, hija de Henry. Hay más, pero hasta aquí la digresión.
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El segundo apunte es obligado. Quiero que sepan, amigos lectores, que Marshall nos dejó la que ha sido calificada como la jugada más hermosa de la historia del ajedrez. Fue en Breslau, 1912, contra el ruso Stefan Levitsky. En plena refriega táctica, Marshall movió su dama negra hasta la casilla g3 (Dg3!!), desde donde podía ser capturada por la dama blanca o por dos peones rivales. Sin embargo, cualquier respuesta por parte de Levitsky no evitaba el jaque mate o la ventaja decisiva para Marshall. Pregunto por esta jugada a Veselin Topalov, campeón del mundo en 2005. «No sé si es la más bonita de la historia», explica. «De hecho, hay en la posición otras jugadas ganadoras. A mí me parece que Marshall se dio el gustazo y jugó para el público».
Me quedo rumiando la hipótesis de Topalov. Entonces hago clic y pienso que Marshall hizo Dg3 porque ya la había soñado, porque alguna noche se despertó y colocó la posición en su pequeño tablero para, más tarde, con la clarividencia y la luz de la mañana, darse cuenta de su imborrable belleza.
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