La Feria del Libro de Madrid se celebra por fin de manera presencial, en su edición número ochenta, y el sector editorial lo recibe como ... una ducha en el desierto. Me enredo a golfear en la feria librera bajo un sol que busca su protagonismo entre las nubes, del mismo modo en el que los buenos libros buscan tu atención entre los malos. Cunde el entusiasmo, este año es diferente. Es la primera vez que la Feria permanece acotada mediante vallas, y hay un acceso de entrada y otro de salida. El número máximo de personas que pueden permanecer en su interior al mismo tiempo es de 3.900. Durante el pasado fin de semana, esta limitación se tradujo en unas colas enormes que podían durar horas y que se enfrentaban al rato amable, tranquilo y gozoso al que suele invitar la lectura, y que también lucha entre los presuntos asistentes contra la posibilidad manifiesta de irse de cañas por el centro de Madrid. La organización de la Feria promete tomar nota para este fin de semana y va a tratar, en lo posible, de sacar las grandes firmas fuera del recinto acotado.
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Nótese que, en este lugar desde el que escribo, desde el 10 al 25 de septiembre, se dará cita la friolera de «más de mil escritores» que llevarán a cabo «más de 4.500 firmas», según he leído en algún sitio. La inmensa mayoría de los autores convocados en la Feria del Libro de Madrid rubricará con suerte un puñado de libros. En este sentido, la de Madrid, como casi todas las ferias del libro que se celebran en el mundo, suponen a menudo un golpe de realidad a la egolatría de los escritores, pero a otras se les alimenta, porque hay poetas con ínfulas de superestrella que congregan multitudes allá donde van, sin que los demás sepamos exactamente el motivo.
Pero volvamos a lo que importa: esta embajada efímera de libros y de libreros que se celebra como primicia en septiembre sirve como detonante de una fiesta, la de la literatura, que parte de la soledad al encuentro; tanto la lectura como la escritura son los dos actos íntimos, solitarios, silenciosos, y en las ferias y en los festivales de literatura esta emoción crece y se multiplica en la gracia del conjunto. Hay muy buen ambiente aquí. Dos itinerarios llenos de gente que van hacia un único sentido que están rodeados de centenares de puestos: librerías, editoriales, asociaciones que publican y, lo más aburrido, lo siento, que son los puntos de venta de las instituciones públicas, ministerios y oenegés.
Por la mañana, corretean por aquí muchos alumnos de instituto en la fiesta de las letras, niños convocados a los actos culturales como glóbulos blancos ante la amenaza de la ausencia de un público general. Aquí molestan un poco, entre otras cosas, porque no compran libros. En las ferias del libro los niños son coleccionistas de marcapáginas y de catálogos que en el mejor de los casos acabarán en una papelera de reciclaje o recuperados por un hermano o primo lector, o quién sabe si por él mismo, en algún momento, despertando la alegría de la letra impresa. En esta feria sin faralaes también hay un par de barras donde sirven cócteles en vasos de plástico y la cerveza es una de las pocas excusas que hay aquí para bajarse la mascarilla. En un hotel cercano, una chica presume de haberse comprado siete libros, y dice que no tantos, todos firmados, demostrando un fetichismo por las dedicatorias parecido al mío, que me he llevado sólo dos. Uno de ellos es precioso. El otro, que también, me lo ha firmado Luis Alberto de Cuenca; se llama 'Los mundos y los días', está editado por Visor y compila poemas de los 70 hasta 2009. El otro libro me hace todavía más ilusión. Hay casetas que están cerrando. Cae la tarde, se apagan las luces y se enciende la noche. Esta Feria del Libro de Madrid inaugura la posibilidad de un mundo mejor.
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