La Olivetti ha dejado de sonar, se ha hecho el silencio tan temido. Esos libros vacíos, repentinamente sin dueño. La foto con los puños levantados, ... boxeador vencido por los años, púgil juvenil que vivió el sueño de los poetas, herido de literatura. Ya están las teclas quietas y el corazón sin pulso. Los dedos de marfil, transparentes y con piel de pergamino, descansan en un pecho hundido. Hoy todos somos más pobres. Entra en el mar, ese mar en el que él se abismaba, un trozo de cada uno de nosotros como aquellas barcazas en las que los guerreros hacían el último viaje. Dos monedas en los ojos para pagar a Caronte. Alcántara era una voz y una mirada, unos ojos esquinados que miraban el mundo con sospecha y emitían un fulgor luminoso cuando reconocían a un amigo. Alcántara era memoria y era agilidad. Su cerebro tenía mejor baile de piernas que el mejor de su más amado peso ligero. Siente uno esa pena huérfana de los que se quedan al raso y saben que un hilo con la vida se les ha cortado para siempre.
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Los miles de artículos, sí, la ironía de espadachín, sí, el regate corto de quien ha atravesado la vida valiéndose únicamente de la palabra, sí, sin jefe ni horario, a pelo, el poeta que quiso ser, sí, también, todo eso, y el capitán de una tertulia y el emblema de un periódico y la coraza del superviviente de unos tiempos de grisura y plomo, sí, el articulista de un Madrid sombrío y una España de brazos en alto y de una España democrática, sí, el hombre sin banderas, la enciclopedia de las anécdotas, eso, sí y mil cosas más, sí, pero Alcántara también era el hombre de la curiosidad y el de la generosidad selectiva, el que una mañana de hace más de treinta años me dijo, «Nunca me levanto antes de las doce o la una ni aunque me inviten un ministro ni una reina pero si me dicen que un muchacho escribe bien y se toma en serio la literatura madrugo y voy a verlo adonde haga falta, al Bulto o al Limonar». Y lo hacía, y lo hizo. Y tendía la mano al muchacho, y lo alentaba, lo empapaba en alcohol y lo bendecía con un artículo.
Recordando a Rilke nos decía que las victorias no importaban, que lo único que importaba era sobreponerse. La vida es eso. Recibir un directo en la mandíbula, agarrarse a las cuerdas y erguirse de nuevo, levantar la barbilla y mirar sin miedo al horizonte, a ese futuro del que provienen los golpes y la dicha. Ahora toca sobreponerse. El periódico se queda hueco, esa página última es ahora un terreno baldío, ahí está la sombra de un árbol de trescientas palabras, una fosa por la que se fue la leyenda. Miles de días fajándose con el mundo, casi bailando con él, sabiendo que la verdad no existe y que este arte de las palabras no conoce otra fórmula que la del vértigo. Un mar que se cruza a golpe de vela. Aquel niño de la calle Agua vino en medio de la noche a recoger al viejo boxeador. Y ahora solo queda el silencio.
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