LA ORATORIA ESPAÑOLA
Antonio Garrido
Domingo, 19 de marzo 2017, 01:55
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Antonio Garrido
Domingo, 19 de marzo 2017, 01:55
La tarea de ordenar una biblioteca tan extensa como la de quien esto escribe es una tarea apasionante y complicada. Afirmaba Borges que una biblioteca es un universo infinito y, rodeado de cientos de volúmenes, es muy fácil perderse por el laberinto de las palabras; es tan placentero que el tiempo se detiene. Vas y vienes morosamente y divagas por historias sin fin.
Voy tomando los volúmenes y los voy hojeando y ojeando. Entre ellos me encuentro la 'Obra Completa' del que fue presidente de la República Española y gran orador, Niceto Alcalá Zamora. El Patronato que lleva su nombre es el responsable de la edición y el tomo que me interesa es 'La Oratoria Española. Figuras y rasgos'.
No cabe duda de que el lenguaje político es casi omnipresente en los medios de comunicación. Desde primeras horas de la mañana las radios y las cadenas de televisión empiezan los mensajes y las tertulias que los analizan, generalmente de manera superficial y desafortunada.
No hay que ser muy inteligente para afirmar sin error que el nivel de calidad de la oratoria política actual es manifiestamente mejorable, muy mejorable; no puede ser de otra manera porque la política es la sociedad y el analfabetismo funcional campa por sus respetos.
Alcalá Zamora deja claro que hablar bien es tarea que exige mucho esfuerzo, afirmación de siglos por parte de la retórica clásica, y que cualidades y formación son los dos elementos claves del orador. Los dos factores más el tiempo. El gran tribuno Viviani afirmó que había tardado treinta años en aprender a hablar; otros no lo consiguieron nunca. Es el caso de Pérez Galdós, maestro de la palabra escrita y totalmente incapaz de hablar en público. Era de una timidez absoluta. Con cierta rimbombancia Palacio Valdés dijo que: «el orador es el hombre a quien Dios entrega la espada del espíritu: la palabra».
Las cortes de 1812 vieron nacer a los oradores contemporáneos. En Cádiz se creó el marco adecuado para el contraste de las opiniones, para el encuentro de los argumentos enfrentados. El político ofrece en su libro unos esbozos de los mejores oradores que se pueden clasificar en dos grupos: los contenidos, sobrios, como Cánovas y los desbordantes, hiperbólicos, como Castelar.
Esta obra la escribe en el exilio de Buenos Aires en 1946 y utiliza muchos recuerdos personales. El rasgo común que observa en nuestros oradores es el barroquismo, en mayor o menor grado. Este rasgo hay que conectarlo con el momento histórico, caso del romanticismo o de la sobriedad del siglo veinte.
Voy a poner como ejemplo uno de los discursos más famosos, quizás el que más, del parlamentarismo español. El 12 de abril de 1869 se debatía la libertad religiosa y la separación de la iglesia y del estado. Intervino Manterola, un canónigo carlista, defensor de la confesionalidad del Estado y de la persecución de las otras religiones. Su oratoria tenía una clara influencia del sermón. Estamos en un parlamento progresista. La cámara quedó en silencio. ¡Difícil lío tenía el adversario!
Se levantó Castelar, el político gaditano, tenía 36 años, había sido apartado de su cátedra y condenado a muerte por conspiración contra la reina castiza, doña Isabel II, que ya disfrutaba de un cómodo exilio en París. Querido lector, atento, por favor:
«Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: '¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen!'. Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí, a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres.»
Hoy es imposible escuchar algo semejante por el tono y por los recursos de voz y acción del gesto pero les garantizo que tendría su efecto; lo que sucede es que ese discurso hoy no se pronunciaría porque no es materia parlamentaria, aunque no nos alejemos demasiado porque sin tanto adorno y con una frase se vuelve a abrir el añejo tema del anticlericalismo con la posibilidad de suprimir la misa de la 2.
Nombres como Salustiano Olózaga, Cánovas, Cristino Martos, Pi y Margall, Salmerón, Donoso Cortés, Canalejas, Vázquez de Mella, Echegaray, Moret, Maura, Ramón Nocedal, Melquiades Álvarez y añado a Azaña, al que don Niceto olvida de manera consciente e injusta; todos son magníficos, cada uno en su estilo.
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