La historia del Alameda se llama Fernando
Ha sobrevivido a las crisis, las modas y hasta a un incendio. El espacio se acerca a su 55 cumpleaños, cinco décadas en las que Fernando estuvo allí
Regina Sotorrío
Lunes, 28 de diciembre 2015, 00:50
Hace seis meses que Fernando se jubiló; pero si quieren encontrarle, búsquenle en el Teatro Alameda. No es fácil cortar por lo sano con medio ... siglo de rutina y dejar por las buenas la que durante 51 años ha sido su casa. «¡Estaba más aquí que allí!», admite. Por eso, cada vez que puede Fernando González se acerca a la cafetería del teatro de calle Córdoba a reencontrase con amigos, excompañeros y con dos de sus hijas, que trabajan tras la barra. Él es memoria viva de ese lugar, testigo directo de su evolución. Porque entró como botones y se jubila como gerente.
Con 14 años recién cumplidos firmó su primer contrato: 750 pesetas como botones y chico de los «mandados de los empleados». Era el año 1964 y los entonces Cine-Teatro Alameda tenían solo tres años de vida. Fernando era uno más de la treintena de trabajadores que sacaban adelante uno de los espacios de referencia del ocio y la cultura malagueña, entre acomodadores, técnicos de cabina, taquilleros, administrativos... Hoy no son más de ocho los que trabajan en sus salas. «El ordenador lo ha simplificado todo», comenta Fernando. Y los tiempos han cambiado: ya no hay colas en la taquilla (muchas entradas se venden por Internet) y los proyectores de cine se han apagado.
No duró mucho como botones, apenas tres años. Con el Alameda ya en propiedad de la familia Sánchez-Ramade (que continúa en la actualidad al frente del espacio con los hermanos Carlos y Jesús), dio el salto a la administración. «No sabía ni escribir a máquina. Me mandaron a la librería Denis a comprar un libro con un método para aprender mecanografía y estudié contabilidad por correspondencia», recuerda. Era joven, despierto y con ganas de aprender.
En esa etapa, la sala tenía en 950 butacas entre el patio y el anfiteatro. Había que sellar las entradas diariamente, guardar el taquillaje, registrarlo todo en los libros, hacer un parte semanal de la recaudación... «Con los ordenadores ahora es coser y cantar», afirma. Por las mañanas, estaba en el Alameda. Las tardes las pasaba en el Teatro Cervantes, por aquel entonces propiedad también de la familia Sánchez-Ramade. En el primero mandaba el cine, en el segundo las artes escénicas y la música. Las anécdotas de esos tiempos se le acumulan en la mente. Como cuando tuvo que llevar del Cervantes al Alameda la recaudación de un concierto de una jovencísima Isabel Pantoja, una muy buena taquilla -recuerda Fernando-, en un coche prestado sin apenas experiencia al volante; y ríe al recordar las bromas que gastaban entre bambalinas a algunas compañías y actores que ya eran como de la familia. «Había mucho compañerismo», asegura. Tanto era así que Fernando González celebró el banquete de su boda en el Salón Rossini del Cervantes.
Buen ambiente entre los compañeros, y mucha «familiaridad» con los actores. Fernando recuerda con cariño sus ratos con Lola Herrera, Quique Camoiras, Pepe Rubio, Florinda Chico o Rafaela Aparicio (que sufrió un desmayo sobre el escenario).
Cuando el Cervantes cierra -antes de ser adquirido por el Ayuntamiento-, el teatro y el cine comparten de nuevo espacio en el Alameda. Pero entonces el séptimo arte era el negocio más rentable, y el Alameda afronta en el 88 una reforma para dividir su gran sala en tres espacios independientes y convertirse en multicines. Un incidente complicó las cosas: un cortocircuito provocado por una tormenta durante las obras quemó una cortina, que hizo arder parte del techo de madera y prendió en las butacas de las primeras filas. «Fue un desastre», recuerda Fernando. Un año estuvo cerrado el Alameda mientras se restauraba y se llegaba a un acuerdo con el seguro; un tiempo en el que el único empleado en nómina era Fernando.
Reabrió como teatro multicines, con dos salas pequeñas y una grande para 579 espectadores. Eran tiempos de colas interminables a las puertas del Alameda para ver los últimos estrenos de Hollywood con esos carteles gigantes en la fachada que les pintaba por 1.000 pesetas Juan García Sierra. «Eran tan grandes que los hacía en el foso, donde se ponen los músicos», recuerda Fernando. A partir de 1995, sin embargo, el espacio principal se dedica ya exclusivamente a la temporada teatral y musical. Los proyectores de cine -conservan algunos históricos- se mantendrían hasta 2012, cuando el «ruinoso» IVA les haría imposible competir en el mercado. Desde entonces, el Alameda se ha consolidado como templo de las comedias, ha apostado por los nuevos talentos en la zona Alameda Up y ha entrado de lleno en la producción.
Fernando González sabe que deja el teatro en un momento difícil, cuando levantar el telón cuesta más que nunca. Pero si el Alameda ha sobrevivido a las modas, a las crisis, a un incendio y a la competencia durante casi 55 años (los cumple el que viene), es porque sabe sortear los obstáculos. Fernando, de momento, guardará las llaves del teatro. Quiso devolverlas cuando se jubiló, pero no le dejaron. Es su casa.
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