
Un paseo internacional
El Paseo Marítimo de Fuengirola, dicen que el más largo de España, es también crisol de culturas
Juan Francisco Gutiérrez
Domingo, 31 de agosto 2014, 02:00
Dicen que el Paseo Marítimo de Fuengirola es el más largo de España: unos siete kilómetros, chispa más o menos. Dicen las estadísticas que cerca ... del 37 por ciento de los residentes aquí son extranjeros y que el 20 por ciento de sus turistas nacionales son cordobeses. Y les dice este cronista, sin fiabilidad estadística, que algo de ello hay. Que este paseo marítimo es largo, muy largo. Que extranjeros, oriundos y asiduos visitantes dan energía a esta vívida avenida marinera, arteria de terrazas de toldos multicolores y neones. Y también se corrobora, de simple oídas, la gran presencia del acento cordobés entre quienes ya apuran agosto junto a las playas que jalonan su recorrido: Carvajal, Torreblanca, Las Gaviotas, Los Boliches, Fuengirola, Santa Amalia y la playa del Castillo.
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El Paseo Marítimo Rey de España, que así se llama, ha sido noticia este año por asuntos ajenos al nuevo monarca. Dicen que al fin en otoño comenzarán las obras en Carvajal, la parte que queda por rematar. Y hace unos días se mostraba la futura escultura homenaje al espeto que plantarán en el espigón de esa misma playa: diez metros de diez sardinas ensartadas en dos cañas, obra de Charo García, que se añadirá a otros hitos singulares diseminados por el paseo.
Aunque los espetos gusten a todos, habrá que verla para opinar. Aunque el Paseo es tan largo que hay sitios y obras para todos los paladares. Para caminarlo de una tacada hay que tener buen fondo. Normal que a la altura de Los Boliches haya un busto dedicado a José Millán, El carrerista, mítico vecino al que se brindó este Monumento al atletismo. Hay más figuras-odas, al turista y al Mediterráneo (con clásicos desnudos femeninos), y una dedicada a la Virgen del Carmen (con ramos de flores frescas y donde rezan algunos viandantes). Pero la más llamativa, por fondo y forma, es la escultura de la peseta: con su moneda de gran diámetro, su cruz y la cara del antiguo monarca. Un guiño patriótico (hay otros, como jábegas rojigualdas con el lema Me encanta España); rareza que compite con efímeras esculturas de arena, una con los bustos de famosos e internacionales jugadores de fútbol, desde Pelé a Casillas (con dientes y todo).
Esta enorme calle marinera tiene tela similar (por lo extenso) para hacerla del tirón. Pero es zona idónea para el deporte: hay guías que apuntan los metros recorridos; hay tramos con carriles bici; hay afición de toda edad y equipación (del Betis al Manchester). Y muchos perros acompañan a sus dueños en su carrera hacia ninguna parte. Y junto a todos ellos sobresale la magnífica señalización bilingüe de todos sus servicios playeros (muchos años logran el pleno en banderas azules): puestos de atención, puntos de encuentro, cabinas de masaje, zonas de varadero y socorristas que izan las banderas del color que toca (en una mano el bocadillo; en la otra la boya roja sin gualda).
Los locales del paseo reflejan el melting pot estadístico. Abundan pizzerías, restaurantes internacionales, pub irlandeses y hasta un bar australiano que ofrece hamburguesas de canguro. En el puerto deportivo y marinero hay negocios insólitos: karaokes, bares con comida para llavar (sic) y hasta una peña malaguista finlandesa (gran colonia de residentes). Pegados a la arena, claro, sigue el sabor patrio de los chiringuitos, nutrido desde hace décadas por negocios como el Serrano Playa (con foto de los fundadores en su puerta), el Restaurante Antonio Videra o el singular Gali Gali, alicatado de refranes graciosos. Hay carteles de Bienvenidos en muchos idiomas (por cierto, en finés se escribe tervetuloa, que se dice fácil). Y junto a ellos, arenas peinadas y duchas y lavapiés, rodeados de plantas con flores rojigualdas (otro guiño), que son verdaderas preciosidades.
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En la hilera inacabable de edificios perviven algunos bloques míticos (como el conjunto La Perla; bajo uno de ellos está el Buffet Versalles, donde aprendí de chico las maldades del coma usted hasta hartarse). Y también siguen hoteles míticos, como Las Pirámides o Las Palmeras, del que sale una pareja cordobesa planeando ya que mañana, cariño, habrá que irse pronto, no sea que haya caravana.
Hay caravanas de playeros a todas horas hacia las tumbonas (algunas con singulares tolditos); otros prefieren sus sombrillas al hombro, en plan soldados colonizadores de la orilla. Entre ellas está Victoria, castellana afincada aquí desde la jubilación: «Hay que venir pronto para pillar sitio; pronto estaremos más tranquilos, yo me baño hasta en noviembre. Y el paseo me encanta, todos los días voy hasta Torreblanca». Ella y su amiga Mercedes lucen bronceados como el cordobán, igual que Ricardo, otro jovial jubilado que viene desde Madrid a su apartamento. Pero él prefiere el centro histórico: «Pese a los extranjeros, Fuengirola no ha perdido su carácter de pueblo, su idiosincrasia». Un pueblo del que también disfruta Salvador desde hace treinta años: un vecino malagueño de esos que escogió Fuengirola por su fresquito. Vino cuando era chico en el viejo tren y añora la playa ancha anterior a la especulación. Pero contagió su amor por este mezclado verano fuengiroleño (y por la playa del Castillo) a su rubia aunque boquerona esposa y a toda su prole.
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Dicen los carteles colgados en muchos tramos que Fuengirola es un sol de ciudad. No cabe duda, eso sí, que su paseo marítimo no apto para cronistas desfondados es un crisol de culturas. Una ruta variopinta que lo mismo te ofrece un espeto que te brinda, ay, un hermoso tervetuloa.
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